
Aquella mañana enterraríamos en la capilla.
El entierro nos entró el día anterior, por lo que dispusimos de tiempo de sobra para prepararlo, por fortuna, porque nos ocupó unas cuantas horas.
Un nicho alto en el presbiterio, a espaldas del altar.
Una lápida extraña, con una inscripción en alemán.
Un muerto curioso, de la Embajada de Alemania, con pasaporte diplomático, que comentó el supervisor de la funeraria.
Un servicio fúnebre caro, si se encontraba allí el supervisor.
-¿Para mañana no tenemos entierros? –preguntó el cura, el de siempre, el Impertérrito, el Inmutable, el Eterno, don Gabriel, que incluso había superado, a su edad, un cáncer de no se sabe qué, -porque no hablaba de lo suyo aunque sí de lo de los demás-, que aguardaba junto a nosotros la llegada del muerto, como le decíamos a aquello que hacíamos en aquel momento.
Algunos fumaban, otros paseaban en círculo, otros meditábamos o nos abstraíamos, o departíamos tranquilamente y conversábamos.
-En principio no, padre –le respondió Santiago, que siempre le llamaba padre con un tono ligeramente irónico.
-Gracias, hijo –le dijo el cura, que del mismo modo empleaba la misma moneda y se la devolvía.
-Pero bueno, si quiere usted, vamos a por alguno a la calle y lo apañamos para enterrarlo a primera hora –sugirió el mismo compañero.
-No, hombre, no –rió don Gabriel-. No es necesario. Además, a primera hora no me acomoda. Y además, no es preciso ir a buscarlos. Dios proveerá…
-Gabriel –intervine yo-. ¿A quién atiende dios si dos piden cosas opuestas y enfrentadas?Nos miramos todos.
Ninguno dijo nada.
-Ahí viene el muerto –anunció el Andaluz, señalando la carroza que subía…
Fue un poco lioso.
Y accidentado.
Todo.
Empezando por la unidad de enterramiento.
Se trataba de un nicho familiar antiquísimo, un fila séptima, construido en los tiempos de la edificación original y primigenia de la propia capilla, en los tiempos en los que si un obrero, o un enterrador, con los medios rústicos con los que contaban, se precipitaba al suelo y reventaba desde aquella altura intentando enterrar, sin ningún sistema de seguridad, no pasaba nada, pues ponían otro, que hombres prescindibles había muchos…
Un fila séptima contaba más de ocho metros de altura, zócalo incluido.
Para enterrarse uno en la capilla, tenía que ser poseedor de al menos seis u
ocho apellidos, títulos nobiliarios y de señorío, muchísimas riquezas, y haberse codeado con la realeza de la época, si Monarquía, o con los politiquillos de turno si República. Y haber pagado mucho dinero, por la vía oficial de adquisición de derechos de enterramiento, y otro tanto en bolsas pesadas para unos y otros, con discreción y valentía, y a tajo hecho, sin dudar.
Sujetos como el ya mencionado padre Rebolledo, lucraron sus arcas particulares y ansias infatigables y sedientas de riquezas con saquetas repletas, de infelices muertos en vida y de cadáveres andantes, que antes se ahorcaban que dar un mendrugo a un hambriento, pero no escatimaban ni con la Iglesia ni con las promesas de bienestar más allá de la muerte.
Y los más codiciados, los del presbiterio, a la sombra del descomunal crucifijo con la talla proporcional de Jesús el Nazarita en madera, de tal realismo que se diría que aún vivía…
En un fila séptima estaba el nicho.
En el número siete.
Invertimos cerca de dos horas en prepararlo.
Con la nueva maquinaria moderna con la que el cementerio se había dotado, controlando el paso al milímetro, colocando chapas de acero sobre el piso pulido de falso mármol para que no quebrase con el peso del elevador, subiendo el aparato por las dos rampas totalmente equilibrado y a nivel, pues de lo contrario no subía, y maniobrando una decena de veces para ajustarlo al máximo al nicho en cuestión sin rozar absolutamente nada.
Y teníamos que reducir el cuerpo que allí reposaba su descanso eterno.
La lápida, de mármol negro, apaisada de medio punto, labrada ricamente a mano con varios detalles florales y silvanos, y una simbología que me sonaba, como se dice coloquialmente, por haberla visto en revistas especializadas en temas de misterio, historia oficiosa, arqueología, misticismo y mundos paranormales, todo en un batiburrillo y una mezcolanza que si se sabe tamizar puede ser realmente reconfortante, ilustrativo y revelador, tenía la inscripción en lo que deduje, era alemán.
Anduvimos con extremo cuidado a la hora de quitar la piedra, pues en apariencia se suponía frágil, y en caso de accidente sería difícil de reponer. Y mientras golpeaba el aguzado cincel con la maceta, no paraba de mirar lo inscrito de reojo. Los símbolos, el nombre, el año… Y a pesar de no existir conflicto armado alguno –por mucho que le daba vueltas en mi cabeza no di con uno solo público y conocido-, en el que pudiese intervenir un Standartenführer nazi septuagenario al menos, murió el coronel en Madrid. En acto de servicio.
Lo supe porque vino el padre Pío.
Otra vez.
La segunda desde que ocurrió lo que ocurrió en el Cementerio Parroquial. Que curiosamente no vio la luz…
Se encaramó a la plataforma por la escalera doble adyacente con una soltura y gracilidad impropias de un sujeto de su apariencia y hechuras.
Y se plantó junto a Pedro y a mí, que hacíamos malabares para mantener el equilibrio en los dos metros cuadrados a siete de altura.
El susto que nos dio nos hizo zozobrar.
Y se agarró a mí, que a mi vez me agarraba a Pedro, que a su vez se agarraba a mí, y nos dijo:
-Buenos días, señores –y sonreía-. ¿Cómo va la cosa?
-Buenos días, padre –correspondí titubeante.
-¡Cuidado padre que nos vamos abajo! –advirtió Pedro.
-Cuando quiten la piedra, les ruego que me avisen, que he de comprobar algo –nos pidió.
-No se preocupe, que así se hará –aseguré.
-De acuerdo, pero bájese –pidió Pedro con voz temblorosa.
-Os ruego que no toquéis nada –insistió-, una vez quitada la piedra. Sólo la piedra. No toquéis los témpanos.
-No tema, que eso haremos –volví a asegurar.
-Llámeme, Francisco. Es de vital importancia –y me guiñó. Y dirigiéndose a mi compañero tendiéndole un billete de cien se lo introdujo en el bolsillo de la camisa-. He de comprobar que la manipulación del nicho no dañe la estructura del muro y la cúpula sobre el presbiterio, y que el paso del tiempo no haya hecho ceder los cimientos. Eso se observará en el fondo y el piso, si aparecen grieteados. Y es posible, por más señas, que haya que recimentar.
Lo capté enseguida. Y siendo discreto no hice preguntas.
Mi compañero no se cuestionó nada. Agradeció la propina, que más tarde nos repartiríamos, y le dijo que no se preocupase, que le avisaríamos.
Y cuando el padre Pío se disponía a bajar, pues apenas cabíamos los tres y no podíamos continuar trabajando, soltó Pedro, como para sí:
-¿Qué coño querrá decir esto?
Y el padre Pío, de carrerilla, nos lo aclaró, pidiéndonos que no lo revelásemos a nadie…
No se fue muy lejos el padre Pío.
Anatolio bajó la plataforma con la lápida tumbada, colocada y atada para que no se cayese ni se rompiese.
Pedro y yo lo habíamos hecho por la escalera metálica de mano.
Y fui a avisarle.
Estaba en el jardín, con un rosario en la mano.
-Por favor, marchad. Haz por entretenerlos hasta que salga. Te lo ruego –me dijo.
-Pierda cuidado –contesté.
Me dirigí a mis compañeros y nos fuimos a tomar un refrigerio. El padre Pío, se encerró en la capilla.