Las Crónicas de las Noches 2. Vida y obra de Frankie el Francés. Basado en hechos reales.


Celebración

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Me follé a una mujer increíble. Y ella me folló a mí. Y me ciño únicamente a lo físico, a la materia, a lo superficial. Porque apenas la conocía. Sólo sabía cómo le gustaba que le diesen. Y cómo las chupaba. A mí, por lo menos. Y cómo se metía las rayas, por pares. Y sus combinados preferidos. Y la exuberancia de sus curvas y lo cálido de su piel. Y que cuando la tocaba y la olía el mundo dejaba de existir. Y que era inspectora de policía. De la Judicial.

El conocimiento nos hace libres. Y superiores. Es cierto, desde un plano meramente espiritual, acotador y restrictivo, lo que dicen algunos de los que se erigen en padres de la Iglesia, que es que la ignorancia es la que nos sume en la felicidad, pues la luz del amor a la sapiencia nos amplía el horizonte, mas nos convierte en inconformistas, ilusos, esperanzados, nos insta a salirnos del redil, del fondo de la cueva de la que hablaba Platón. El conocimiento nos devora a medida que se nos va dando, y nos aleja de esa dicha que mana estanca de la simpleza, la sencillez. Pero… ¿quién quiere ser feliz? Yo sólo aspiro, en momentos como este de plenitud vital, a estar, a sentir, a existir y a no privarme de nada de lo que no quiera privarme. A tomar lo que la vida, magnánima, maravillosa, me ofrezca, tanto en la forma y en la materia como en la esencia, lo complejo y lo abstracto, de la mano de las mentes y los corazones de los que pasaron por aquí antes que yo y lo brindaron como ofrenda en ese universo intangible que se abre a aquel que sabe buscarlo…

Y allí estaba, era y me encontraba. El silencio era absoluto. Mi silencio interior. De fondo retumbaban las paredes con las vibraciones de los ritmos que los DJ’s pinchaban en la fiesta exclusiva de presentación de alguna pollada de producto de lujo. Me había retirado un poco a uno de los enormes baños, para relajarme, meditar y encontrarme conmigo mismo. A uno de los baños de mármol y espejos, donde podría vivir una familia media instalando una cocina y colchones en el suelo. Y una tele. Miraba mi reflejo en uno de ellos mientras dejaba correr el agua de la grifería dorada. No creo que fuesen de oro. Los habrían robado, por muy mingitorio de pijos que fuese. Es lo que tiene el oro, que es muy goloso, y que cualquiera pierde la cabeza por él, aunque no lo necesite. Miraba mi reflejo abstraído, con mi cabeza perfectamente rapada, bien afeitado, la perilla recortada al milímetro, el caro traje de Hugo Boss que me había enfundado…

Siempre me he preguntado dónde reside la clave del éxito. Cómo conseguirlo y sobre todo cómo proyectarlo de la manera que más nos convenga en cada momento. Difundir su efecto y entusiasmo y dejarlo correr por sí solo, y qué es lo que la gente capta de nosotros a pesar de nosotros mismos. Aunque lo cierto es que la gente siempre o casi siempre me ha importado una mierda. La gente a la que no quiero, se entiende. Pero es necesario el intercambio, el uso de ella y el hacerles creer que hacen uso de ti. Es lo que tiene este juego que es la vida, y sobre todo la que yo he elegido, que en ocasiones hay que sacrificar algunos peones para comerte una dama…

Algún cretino abrió la puerta de golpe, incontrolado, eufórico, evidentemente pasado de keta. La música dance entró con él, inundándolo todo y rompiendo la serenidad, la armonía de mi contexto, interrumpiendo mis divagaciones. Tuvo que ser la cara que puse, y lo que vio ante él, que trastabillado y tartamudeando balbució varias excusas y un par de ‘ya no tengo ganas, lo siento mucho’, yéndose por donde hubo llegado cerrando la pesada puerta tras de sí y devolviendo la quietud a mi improvisado templo, remanso de paz y virtud. En situaciones como aquella se asentaba en mí el convencimiento de que mi aspecto, mi mirada y mi apariencia en general imponían, inferían respeto, intimidaban. He tenido suerte, sí, lo reconozco, mucha suerte, no puedo quejarme. Pero también ha habido mucho trabajo detrás, en la sombra. Y es que difícilmente se logra lo anhelado sin grandes esfuerzo y sacrificio, sin una inmensa dedicación. Cada vez que recordaba que veinticuatro horas antes me había cepillado al Loco, al Niño, y a los gitanos… Podría haber sido yo el fiambre, pero no lo era. Así que tenía que celebrar la vida, aferrarme a ella con uñas y dientes para que no se me escapase, por si pretendían arrebatármela obstaculizarlo con voluntad y determinación férreas…

La mujer se incorporó, pegada a todo mi cuerpo con su cuerpo durante el recorrido, muy despacio, restregándose, frotando sus perfectos pechos con mi pecho y empujando con sus caderas contra mi miembro erecto agarrada a mi culo y atrayéndolo hacia sí. Tenía unas formas espectaculares, muy armoniosas, esbeltas, generosas en las zonas erógenas clásicas y unas piernas delgadas y muy definidas, como a mí me gustaban. Porque como Bukowsky, yo también era un hombre de piernas… Me comió la boca con hambre y humedad. Estaba lista. Algo en el fondo de sus ojos me transmitía que una vez no había sido guapa. Que una vez se había sentido desgraciada, despreciada. Y que nadie la había querido. Era evidente que tras aquel cuerpo existía una gran inversión. En trabajo. En sacrificios. Y en artificios. Muchas horas de gimnasio. Mucha hambre pasada. Y unos cuantos millones en cirugía. Pero vamos, desde mi punto de vista, en aquel momento, en el que apenas sabía su nombre, con la fiesta dentro del cuerpo y el miembro viril fuera de él, me pareció estupenda, perfecta, cojonuda, sin ver más allá de la estrecha cintura, las caderas redondeadas, el tanga brasileño a juego con las medias, mis manos en sus glúteos torneados apretando y levantando el vestidito y los pezones juguetones de sus senos esféricos bronceados de cabina en mi boca. La vehemencia me empujaba a perderme en ella del todo. Quería comerla, hundirme y fundirme en ella y con ella, penetrarla, sentirla y poseerla, en cuerpo y alma, lamerla por entero, sin tiempo, todos y cada uno de los poros de su piel, morirme mientras creábamos la conjunción del perfecto ayuntamiento… -Espera, espera… -tuve que pararla, que con el reducido vestido por el ombligo y la lencería arrancada a pedazos pretendía cabalgarme allí mismo, la potra salvaje-. Tengamos un respiro y tomemos esto, no vaya a ser que con tanta pasión se desperdicie… Me metí una de las rayas –de mi parte del botín de los gitanos-, material de primera, que había extendido sobre el mármol de los lavabos corridos mientras ella estuvo de rodillas. Seguía restregándose contra mí, en un abrazo imposible, devastador, manejando su mano sobre mi evidencia. Sentía el glande latente, henchido, independiente, con vida propia. Quería comerse el mundo. Le pasé el tubo de plata. Lo cogió y se agachó para meterse la suya. Me dejó prendado. Hipnotizado. La retuve suavemente, impidiendo que se reincorporase. Los pechos, aplastados contra la tibia superficie pétrea templada con nuestros efluvios, desbordaban su contorno, erectos, divinos, fundiendo el plomo de las tuberías. -Dios, qué culo… -me pareció susurrar, rebasando mis propios pensamientos. Podría haber escrito cien libros. Y no yo, cualquier otro que valiese, pero no serían suficientes para expresar aquello que estaba ante mí y lo que me provocaba. Dios, qué culo… Y qué vulva, expuesta… La liberé, mas la mujer permaneció así, como yo la había sometido con dulzura, contoneándose muy, muy sensualmente. Puse mis manos alrededor de su cintura, que casi la circunvalaban. Y entré en el paraíso, con amor concreto, con suavidad, con devoción de beato, y el paraíso me mostró la Gloria albergándome, preñándome de maná, colmándome de melada. He tenido suerte, sí. Lo reconozco. Fue aquella una buena noche. Una noche gloriosa, para enmarcar en lo más íntimo del pensamiento.

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