
María de la Caridad. Chari.
La niña más bonita, la muchacha más bella, la moza más hermosa conque la Naturaleza regaló a unos padres en mucho tiempo.
Y por fortuna, con el don de la inteligencia.
De la excelsa inteligencia.
Anduvo tras los pasos de su padre, León, junto a su madre siempre, inseparables los tres, por media Europa, por medio mundo, por el trabajo de él, viendo, aprendiendo, asimilando.
Era una niña viva, alegre, despierta.
Se fijaba en todo aquello que veía. No paraba de preguntar, de ir más allá de las simples apariencias.
Como sus progenitores, se desenvolvía ágil y grácilmente en numerosas lenguas, conocía innumerables culturas, iniciada en multitud de conocimientos, imposibles para una persona –más para una mujer-, en aquel tiempo.
Y con apenas diez años, una niña aún, superadas las capacidades de enseñanza de sus padres por su ansia febril de aprendizaje, hicieron el gran sacrificio.
Además, aquélla, no era vida para una niña pequeña. Ya en una ocasión, en Praga, estuvieron a punto de sufrir un percance de consecuencias muy graves. Y se salvaron por apenas un minuto, el que les hizo perder el tren que debían haber cogido.
Aquella no era vida para casi nadie.
Y desde luego no para una niña pequeña.
Hicieron el gran sacrificio.
Y la entregaron al Grupo.
Ellos se harían cargo.
Curiosamente, fue un profesor británico quien intervino indirectamente en su alias.
Un buen tipo que enseguida se encariñó con ella. En un sentido sano, por supuesto.
My little Charity, le decía.
Mi pequeña Caridad.
Y claro, un buen andaluz que se precie, como su padre, que a pesar de su cultura, intelecto, conocimientos y preparación no puede dejar pasar una buena ocasión de chascarrillo o agudeza la rebautizó, a la ligera, sin saber de la trascendencia de su gracia, Chari, la Chari, haciendo creer a quien lo oyere que el nombre verdadero era Rosario, Charo, Charito.
Y con Chari se quedó.
-Chari, mi gran amada –le escribía el Barón en sus epístolas, con su torpe castellano, con su pulso firme, como su determinación.