Mis Putas y Yo (Memorias Tristes). Fragmento 1.


1.

Menudo mes.

Por la muerte de un amigo, por muy íntimo que sea, la ley no reconoce días de permiso. Tuve que ir a la oficina la misma tarde de la tragedia. El entierro fue el miércoles 20. Se habían congregado en la Sacramental de san Tiago unas ciento cincuenta personas. Parece exagerado y no las conté una a una, pero cualquiera diría que en lugar de Peter iba a ser enterrado cualquier torero o folklórica de segunda fila. Estaban allí la familia, todos los amigos de los padres y los hermanos que le conocieron, los compañeros del padre, los cordobeses emigrantes que se denominaban entre sí paisanos, los compañeros de trabajo de Peter, los estudiantes con los que compartió la dulce etapa del bachillerato, otros de la Universidad, todos nosotros…

El pequeño aparcamiento de la Sacramental y la pina carretera que conducía hasta la capilla se encontraban abarrotados de automóviles. Un verdadero atasco en apenas doscientos metros. Incluso la carroza fúnebre tuvo verdaderos problemas para llegar con el muerto hasta arriba, donde el cura aguardaba impaciente -llegaban con más de media hora de retraso- cagándose en dios porque llegaría tarde a la cita para comer que tenía con una decrépita parroquiana que de vez en cuando le dejaba magrear las tetas y el culo y hasta le pajeaba y todo, siempre basándome en los comentarios del equipo de operarios de la sacramental.

Entre los enterradores, que conocían mejor al cura que la madre que lo había parido, tenían división de opiniones. Tres de los cinco apostaban sus manos izquierdas a que se la follaba. Trabajosamente pero se la follaba. Los otros dos mantenían que ya no estaba en la edad, por lo que no pasaban de alguna mamadita y algún que otro frotamiento vaginal, porque -según el más joven de ellos-, la vieja tenía cara de tener el tema como un bebedero de patos y ser clitoridiana. Probablemente hubiese escuchado clitoridiana en el programa de televisión sobre sexo de la noche anterior. Uno de los que defendían que entre ellos había coito, le corrigió diciéndole que no era clitoridiana, sino clirotidiana.

Yo estaba junto a la puerta de un quiosco de flores con unos amigos (por eso pude escuchar todo lo que oí), frente a la capilla, a cinco metros del jodido sacerdote interesado, y los enterradores se encontraban dentro tomando cerveza con olivas y conversando animadamente. No pude evitar trasladar mi atención a su charla.

Muchos de los congregados daban claras muestras de dolor. Algunas mujeres, tocadas por el trabajo, la edad, la condición, paisanas o amigas de la madre de mi amigo difunto, lloraban sinceramente. Habían estado parte de la noche en la sala del tanatorio ROMÁN ALEGRE, S.A. -en el que también estuve yo-, y habían visto a la madre, al padre, a los hermanos, su dolor, su sufrimiento, su tristeza, que no se movieron un solo instante de la vera del altar que en realidad constaba de dos caballetes con algunas tablas cubierto todo muy bien y muy bonito por un faldón en el que exponían al muerto, mi amigo.

-Y lo que más me revienta -continuó el más joven de los sepultureros-, es que tiene cincuenta tacos, es feísima, y tiene las piernas llenas de varices, ¡y se contonea como si tuviese treinta y estuviese buenísima!

Jamás pensé que esperar la llegada de un difunto pudiese ser tan amena, pese a que estaba muy afectado.

-¡Vamos! -indicó uno de ellos-. ¡Que viene el muerto!

Lo vieron porque la parte posterior del quiosco de las flores, donde estaban sentados a una mesa con un gran ventanal, daba a la pina carretera.

Salieron riéndose y comentando el frío que hacía. Yo me subí el cuello de borrego de mi chaquetón de piel. El señor que vendía las flores salió tras ellos. No era enterrador, pero vestía como ellos, con el sello de la Sacramental estampado a la altura del seno izquierdo, en el bolsillo de la chaquetilla. Me moví discretamente con ellos, colocándome a una distancia en la que pudiese escuchar sus distendidos comentarios. Tal vez fuese morbo, o una vía de escape a la energía negativa que me había invadido desde la defunción.

-No me jodas -susurró el joven al enterrador que tenía a su izquierda, un tipo que trataba de disimular sus problemas de alopecia con un peinado milimétrico y con un bigote marrón espeso-. Espero que no venga una caja pesona.

-De todos modos, no vamos muy lejos -informó el del bigote-. Y creo que lo van a llevar ellos a hombros.

-Tibur -llamó el joven dirigiéndose al más mayor-. Era un tío joven, ¿no?

-No lo sé.

-Creo que sí, hay un güevo de chicos y chicas de mi edad.

-Seguramente -asintió otro, un tipo con unos brazos y una barriga descomunales-. Fijo que se ha pegado una hostia con una moto.

-O se ha volado la tapa de los sesos -especuló el más joven de los enterradores-. Esos están todos locos, la puta juventud. -Y no rayaba aún los veinticinco.

-A lo mejor -dijo el gordo. La carroza fúnebre se detuvo-. ¿Has visto el mollete que tiene ésa?

El muy hijo de puta se refería a Sonia, la última novia reconocida de mi amigo Peter, que por cierto estaba buenísima y que se acercaba al coche fúnebre deshecha, vestida como una gitana evangelista el día del entierro de un ser querido.

Sólo me restaba saber qué cojones era un mollete, y como si me hubiese escuchado, el más joven de los enterradores que era a quien iba dirigido el comentario preguntó:

-Joder, siempre me hago la polla un lío. ¿Qué es exactamente el mollete? ¿El culo en sí?

-No sólo el culo -respondió el gordo-. Es todo el conjunto. Los trastes pa’ mear.

-Todo el conjunto que engloba lo puramente sexual, ¿no?

-Tú lo has dicho. Sin olvidar la parte más importante.

-¿Que es?

-El fafas.

-También conocido como…

-El coño.

“¡Señor ten piedad! ¡Cristo ten piedad!” imploraba el cura.

Siempre se acostaba uno habiendo aprendido algo nuevo.

Los cinco enterradores echaron mano a la caja para sacarla del coche fúnebre. El que vendía las flores, ciertamente de escaso tamaño, pululaba por entre ellos siendo al contexto lo que una mosca cojonera a los cojones.

“Entraré en el tabernáculo admirable, hasta la presencia del Señor”.

Los sepultureros depositaron el féretro de mi amigo en un carro de tres ruedas, colocando las numerosas coronas de flores encima de la caja.

“Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío”;

Pero el hermano del difunto se acercó a ellos para decirles que deseaban llevarlo entre algunos familiares a hombros hasta el sepulcro,

“tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?”

A lo que ellos accedieron gustosos por, lo que imaginé, ahorrarse el trabajo de empujar el carrito sorteando lápidas y floreros. Así que lo cargaron ellos mismos y, haciéndose a un lado, reclamaron la presencia de voluntariosos y condolidos nuevos porteadores, que fueron ocho.

“Las lágrimas son mi pan noche y día, mientras todo el día me repiten, ¿dónde está tu Dios?”

Los ocho cargadores, que eran sus dos hermanos pequeños (que el de trece años medía un metro y ochenta centímetros), su padre, su tío el médico, su última novia (que parecía sueca), y tres amigos (José Ramón, César Díaz y Joxe ‘el Maldito’) a los que conocía por haber alternado algunas veces y de casualidad, probablemente no llevasen mucho peso, pero no podían avanzar.

“Recuerdo otros tiempos, y desahogo mi alma conmigo”,

Se pisaban los unos a los otros, no tenían espacio suficiente para dar la zancada. Por poco no cayeron.

“cómo marchaba a la cabeza del grupo hacia la casa de Dios”,

El enterrador bigotudo se acercó a los porteadores y les dijo que era mejor llevarlo únicamente entre cuatro, pues tantos se impedirían caminar y podrían tropezar y trastabillarse. El tal Tibur estaba delante, para guiar los pasos de los cargadores. Tres de los otros enterradores ya habían avanzado un buen trecho y se partían entre ellos la polla de risa.

“entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta”.

Al final, los que se quedaron para llevar al muerto hasta su sitio de eterno descanso fueron los hermanos, el padre y el tío médico.

“¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío”.

Comenzaron la procesión hacia el sepulcro, con el cura inmediatamente tras ellos, pisándoles los talones, repitiendo mecánicamente los salmos aprendidos, sin ser temeroso de Dios.

“Cuando mi alma se acongoja te recuerdo, desde el Jordán, y el Hermón, y el Monte Menor”.

Yo procuré colocarme lo más cerca posible de la caja, experimentando en aquel momento unas sensaciones que jamás antes había experimentado. No tenía la certeza de si era tristeza, curiosidad, pena, melancolía, malestar general, ansiedad, falta de aire, violencia, penuria… La madre de mi amigo muerto no pudo seguir el cortejo fúnebre. Estaba desmayada en el asiento trasero del coche de duelo que incluía el servicio que habían contratado.

“Una sima grita a otra sima con voz de cascadas: tus torrentes y tus olas me han arrollado”.

La gente se apelotonó tras el cura, como autómatas. Algunos poseídos por el dolor y la incertidumbre ante el dogma de fe de la Justicia Divina; otros por la comedia y la preocupación por el favorecimiento en las críticas de los chismorreos posteriores.

“De día el Señor me hará misericordia, de noche cantaré la alabanza del Dios de mi vida”.

Así, vi a jóvenes compañeros y amigos desfilar ordenada y silenciosamente tras la frenética muchedumbre. A hombres y mujeres llorar interiormente y luchando por no derramar lágrimas, caminando cabizbajos y formalmente. A muchachas -entre ellas sus hermanas- desfallecer de dolor y desconsuelo y arrastrar los pies apoyadas en hombros altruistas, sacando fuerzas de flaqueza para llegar hasta la última morada terrenal de aquel que de una forma u otra habían amado, siendo también Sonia una de las principales.

“Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué me olvidas?, ¿por qué voy andando sombrío, hostigado por mi enemigo?”

Vi a hombres ir detrás fumando y partiéndose el culo muertos de risa; que si el futbol tal o el futbol cual, que si estaba buenísima la puta de la otra noche, que si se bebió no sé quién no sé cuántos cubatas de gorra por haberlos ganado al subastao

“Se me rompen los huesos por las burlas del adversario; todo el día me preguntan: ¿Dónde está tu Dios?”

También a mujeres criticando el vestuario de las demás en voz baja, y que si aquella le puso los cuernos al marido, que si el hijo de Fulano no es suyo, que si hay que ver las pintas del hijo de Mengana, que si aquellos tanto coche y tanto abrigo de piel y luego no tenían donde caerse muertos…

“¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío”.

Y me vi a mí mismo. Y vi, en último lugar de la curiosa procesión y por increíble que parezca, a mi amigo muerto caminando con la mitad derecha de su rostro dolida, apenada, piadosa; y la otra mitad sátira e infernal, mostrando orgulloso y en alto el dedo medio de la siniestra mano.

Me llegó la voz del cura de rostro bermejo y panza repleta.

“Me hiciste de tierra, me vestiste de carne. Resucítame en el último día, Señor y Redentor mío”.

Para indicarme que se habían detenido. Todos se congregaban en una irregular semi circunferencia en torno a un nicho, un agujero en la pared. Ahí iba a ser enterrado. Los sepultureros relevaron a los dolidos cargadores.

“El Señor reina vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder: así está firme el orbe y no vacila”.

Colocaron de manera experta la caja de viruta prensada -que realmente parecía de madera y por su precio debería haberlo sido- y apenas se notó el golpe que dio la cabecera de ésta cuando uno de los enterradores la soltó ante que tocase el piso del nicho para no pillarse los dedos. Pensé que mi amigo se había movido dentro de su lecho, y no pude evitar sonreír al decirme que no había sido por propia voluntad.

“Tu trono está firme desde siempre, y Tú eres eterno”.

Cuando los operarios de la Sacramental se retiraron para que el cura fascista -lo deduje por su corte de pelo- siguiese rezando alguien me cogió por el brazo. Iban seguramente a por las coronas de flores, que habían dejado en el carro. Los vi a cuatro de ellos. No sabía dónde se había quedado el quinto. Allí iban, alegres como el hortelano que lleva los frutos de la Tierra y de su trabajo al mercado.

“Levantan los ríos, Señor levantan los ríos su voz, levantan los ríos su fragor”;

Quien me había cogido del brazo era Verónica, mi novia de entonces, a la que quería muchísimo, que había estado hablando desde hacía una hora con la novia de un conocido mío amiga suya.

“pero más que la voz de aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el Cielo es el Señor”.

Allí estaba el señor del traje oscuro y corbata, al que vi por vez primera y me llamó la atención, al lado del padre y los cuatro hermanos de mi amigo muerto, pero que al poco olvidé por verme sumergido en el frenesí subconsciente de la vida cotidiana. Me llamó la atención porque era un señor imponente. Parecía uno más de entre la muchedumbre, pero si te fijabas, emanaba un halo de poderío, que ahora llamaría voluntad, que nadie poseía. Al cabo del tiempo, nuestros caminos se cruzaron, o más bien, él hizo que se cruzasen Pero eso más tarde será contado. Ni aquí ni ahora ha lugar.

“Tus mandatos son fieles y seguros, la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término”.

Los cinco sepultureros llegaban empujando el carrito atestado de flores. Lo supe por sus risas y comentarios.

-Preciosa -susurré al oído de mi novia-, ¿te has fijado si está por ahí Pope? -. Pope era el tío con el que me había pasado gran parte de la noche anterior en el tanatorio.

-No -me respondió-. He estado con Elena. Me ha dicho que anoche Jose bebió mucho, y que casi se matan cuando salieron del velatorio -y me besó dulcemente en la mejilla.

¡Ah, Verónica! Espero que algún día me perdones lo que te pude hacer, estés donde estés.

Sonreí porque no sé si Jose, conocido mío y novio de Elena, bebió mucho o no, pero lo cierto es que no desacopló el brazo de la barra del bar del tanatorio en las dos horas que estuvieron allí. Tal vez fuese su afectación. Probablemente si no se pegaron una hostia con el coche fue porque dios no lo quiso, porque aparte de que es una de las personas más torpes que he visto -si bien prudente- al volante, no aguanta una mierda bebiendo.

Cuando Verónica me besó cariñosamente yo la estreché entre mis brazos. Ella se estremeció. Desconozco el motivo de mi reacción de entonces, pero ella debió notarlo, de hecho lo notó puesto que lo referimos en varias conversaciones posteriores, y como para no notarlo. Mi pene martilleaba su columna vertebral.

“Oremos. Señor Jesucristo, tú permaneciste tres días en el sepulcro, dando así a toda sepultura un carácter de espera en la esperanza de la resurrección. Concede a tu siervo reposar en la paz de este sepulcro hasta que tú, resurrección y vida de los hombres, le resucites y le lleves a contemplar la luz de tu rostro. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos”.

Y muchos de los asistentes dijeron con él: Amén.

Yo no, ni mi novia tampoco. Ni Pope, que el muy cabrón tenía los ojos como platos y al que no había visto antes porque deambulaba por entre los cipreses ocultándose tras sus gruesos troncos, como jugando él solo a algún juego de su invención.

-¿Ha terminado ya? -oí preguntar a uno de los enterradores, que se habían quedado no muy lejos de mí por ser yo uno de los que habían cerrado la procesión.

  • No, ahora soltará su rollo socio-político. ¡Será hijoputa!

Y lo cierto es que atinó, porque éste comenzó:

“Queridos hermanos y amigos, bla, bla, bla,…. que la vida es parte de la muerte y la muerte de la vida, bla, bla, bla,…. y nuestro amigo y hermano Peter, que fue bueno y cristiano seguro que…. bla,..”.

El muy cabrón hablaba de mi amigo como si lo conociese de toda la vida, cuando lo único que sabía de él era el nombre y la edad. …

”y a veces olvidamos lo que somos, cristianos que han de…. bla, bla,…. Zzzz…. Zzzz…”.

Por no pegarle dos hostias consagradas en la cara me sumergí de nuevo en el torrente subconsciente y con vida propia que continuamente ocupaba mi mente, pues sus palabras eran como zumbidos de mosca para mis oídos. La muy pícara de Verónica, consciente del martilleo que aún producía mi pene en su columna, comenzó a moverse. Ella estaba delante de mí, dándome la espalda, y yo muy pegado, la cogía por los hombros. Ella se meneaba muy insinuante pero discreta. Yo agarré uno de sus senos poderosos por debajo del abrigo y por encima de una camiseta de algodón negra. Afortunadamente, el jersey lo había dejado en el coche. Me cogió mi propia mano que acariciaba su seno y la apretó haciendo que esta presión incumbiese también a su pecho. Tras él se encontraba su corazón desbocado. Jadeaba muy, muy dulce y suavemente, y no cesaba de menearse. Yo, por un lado estaba excitado como un toro bravo ante una ternera en celo, y por otro corrido de vergüenza puesto que los hijos de puta de los enterradores estaban tras de mí. Seguro que nos señalaban con el dedo y hacían comentarios obscenos. Mas la erección no bajaba, y sentía mi pene latir con vida propia. Iba a reventar. Sonreí interiormente al recordar un chiste que comparaba uno de éstos con el cuello de un cantaor de flamenco. Aunque seguía aferrado a Verónica, decidí procurar prestar atención a la sarta de gilipolleces del cura.

“…bla, bla, bla, zzzz… Zzzz… y recordad que es vuestro santo. Peter, es ahora vuestro santo. Pedidle cosas, que él… zzzz…”.

¿Que le pidiésemos cosas? El cura iba de tripi, seguro. Volvió a abrir el enorme libro rojo y siguió leyendo:

“Dios todopoderoso ha llamado a nuestro hermano, y nosotros ahora enterramos su cuerpo, para que vuelva a la tierra de donde fue sacado. Con la fe puesta en la resurrección de Cristo, primogénito de los muertos, creemos que él transformará nuestro cuerpo humillado, y lo hará semejante a su cuerpo glorioso. Por eso encomendamos nuestro hermano al Señor, para que lo resucite en el último día y le admita en la paz de su Reino”.

Pope seguía alucinando con su juego, mi pene más erecto que nunca, Verónica más excitada, los hermanos más afligidos, y el padre se acababa de desplomar irrumpiendo en un llanto casi místico, de amor verdadero.

“Pidamos por nuestro hermano a Jesucristo, que ha dicho: ‘Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá, y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre’. Señor, tú que lloraste sobre la tumba de Lázaro, dígnate enjugar nuestras lágrimas. Todos, te lo pedimos, Señor”.

Me parecía increíble, pero pedía colaboración y participación. ¡Que hubiese llevado él un coro!

“Tú que resucitaste a los muertos, dígnate dar la vida eterna a nuestro hermano. Todos, por favor, te lo pedimos, Señor”.

Esta vez sí se arrancaron algunos, los más papeleros, esos que se llamaban a sí mismos piadosos y se cagaban en Dios y la Virgen Puta en cuanto les parecía bien o les salía de los cojones y los ovarios.

“Tú que perdonaste en la cruz al buen ladrón y le prometiste el paraíso, dígnate perdonar y llevar al cielo a nuestro hermano. Te lo pedimos, Señor. Tú que has purificado a nuestro hermano en el agua del Bautismo y lo ungiste con el óleo de la Confirmación, dígnate admitirlo entre tus santos y elegidos. Te lo pedimos, Señor. Tú que alimentaste a nuestro hermano con tu Cuerpo y tu Sangre, dígnate también admitirlo en la mesa de tu Reino. Te lo pedimos, Señor. Y a nosotros, que lloramos su muerte, dígnate confortarnos con la fe y la esperanza de la vida eterna. Te lo pedimos, Señor”.

No podía aguantar más, así que cogí a Verónica del brazo y me la llevé de allí simulando que el dolor me impedía permanecer ante el sepulcro. Me cubrí el rostro con una mano y agaché la cabeza, agarrando a Vero de un brazo y tirando de ella hacia algún lugar menos concurrido. Me había equivocado, pues lejos de prestarnos atención, los enterradores estaban cada uno a su bola. Mientras me alejaba, todavía oí el sermón del falso predicador:

“Padre nuestro, que atento siempre a las súplicas de tus fieles, escuchas los deseos de nuestro corazón, concede a tu siervo Peter, cuyo cuerpo vamos a depositar en la tierra, participar con tus santos y elegidos de la recompensa de la gloria”.

Me giré y vi a los enterradores dirigirse hacia mi compañero muerto. Sentí vergüenza de estar empalmado.

“Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre. Venga a nosotros Tu Reino. Hágase tu Voluntad, así en la Tierra como en el Cielo. El pan nuestro de cada día, dánosle hoy y perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del Mal”.

Y todos: Amén.

El fastuoso panteón de los Ilmos. y Exmos. Señores Marqueses de xxx nos ofreció el regazo de la sombra de su cúpula involuntariamente. Abrí el largo abrigo de Vero y la despojé del pantalón oscuro de lana que le regalé en algún cumpleaños o fecha especial y que se ponía porque a mí me encantaba. En mi opinión, le daba aspecto de mujer madura y seria, y eso en ella me volvía loco. En mi caso sólo tuve que bajar la cremallera de los míos y desabotonar los calzoncillos, tipo boxer y muy ajustados. Le hice a un lado las bragas de encaje, levanté un poco su pierna derecha con mi brazo y arremetí, porque este es el término más adecuado para describir lo que hice.

Ella era un volcán y su fruto el cráter por donde la lava estaba más cerca del exterior. Ella era un panal, y dulce y sedosa miel su flujo que acogía aquella profanación del alma con gozo y júbilo, abiertamente y sin barreras. Con mi abrigo de cuero y el suyo formamos una especie de frágil parapeto, y nos abrazábamos como si la Muerte estuviese acechando para señalarnos con su embriagador aliento el camino perpetuo. Fue entonces cuando volví a experimentar sensaciones inexplicables que jamás con anterioridad había sentido. Millares de imágenes se agolpaban en mi cerebro. Cientos de emociones bullían en mi corazón. Decenas de sensaciones quemaban mi cuerpo. Ella gemía dentro de mi boca. Yo gemía todo dentro de ella.

-¿Por qué no habéis estado cuando lo tapaban? -dijo una voz extrañamente nasal desde algún sitio entre las piedras. Era el cabrón de Pope, que si mis cuentas no fallaban, a esas horas se habría metido al menos dos gramos de coca. Paramos nuestro sigiloso y cómplice movimiento siguiendo fundidos en un abrazo. Estábamos seguros de que nos había pillado jodiendo en el entierro de un buen amigo común. Sin razón aparente en aquel momento, ni explicación en momentos posteriores, me eché a llorar en el hombro de Verónica.

Lloré como creo que no lo hice nunca. Hasta la mujer que quería se sorprendió.

-Tranquilo, hombre, si al final todos vamos al hoyo -trató de consolarme Pope mientras se iba a alguna parte-. Era un tío cojonudo, ¿verdad? Ahora si me disculpáis, iré al tocador a empolvarme la nariz.

¿Que por qué lloré? No lo sé. Ni siquiera pude explicárselo al amor de mi vida en aquellos momentos. O tal vez no quise admitirlo. Creo que tenía miedo.

Miedo.

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Mis Putas y Yo (Memorias Tristes).

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El hombre solitario (con perro). Libro Tercero, Memorias de un enterrador.


Libro Tercero.

Habían hecho el amor tres veces. Seguidas. Aquella noche. El hombre no podía más. La había amado con todo su ser. Y ella no decía nada. Había gozado tanto o más que él, o eso al menos, quería pensar mientras caminaba desnudo hacia el pequeño refrigerador en busca de algún bocado, o de algún trago de algo fresquito. Ella no querría, seguramente. Parecía dormida. Parecía gozosa, satisfecha. Parecía un ángel caído del cielo.

Fue una auténtica desgracia. La muchacha se encontraba en lo mejor de la vida. Una vida colmada de planes. De proyectos. De ilusiones. Hasta que todo se truncó. Hasta que la muerte se la arrancó de cuajo. Y rompió todo lo que la muchacha quería, destrozó a todos los que la amaban o alguna vez la habían amado. Pero son cosas que pasan. Aunque todos rogamos para que no sea a nosotros.

En la madrugada siguiente, el hombre gris del Obispado se lo comunicó a Baldomero, el último enterrador romántico, -que pensaban algunos que le conocían-, el único del cementerio parroquial de Xxxxxxxxxxxx, -bajo la administración de la Sacramental de Xxx Xxxxx, la mía-, y le entregó la documentación. La muchacha se enterraría aquella misma tarde en la sepultura propiedad de sus abuelos, y había que abrirla para comprobar que hubiera sitio. Caso de no haberlo, de que no cupiera, habría que reducir un cuerpo, el de la abuela, la última enterrada. Baldomero y Chisco, una cachorrilla grande y desgarbada aún, pero fiel y leal desde el día que la recogió de los contenedores de basura, se fueron a la tarea. El hombre del Obispado, a lo suyo, gris y somnoliento. Como cada día.

Se tumbó a su lado. Había bebido un poco de leche fresca. Ella no quiso. No respondió, por lo que dedujo que no quería, o que se había adormilado. Se estaba quedando fría, por lo que le echó la sábana por encima. Y se pegó a ella. Arrimó su ser desnudo al de ella. Era poseedora de un cuerpo de infarto, que provocaba vértigo en quien lo contemplaba, lo acariciaba, lo tomaba. Y ella no dijo nada. Chisco se revolvió inquieta en su mantita, al escuchar un imperceptible ruido que enseguida desechó. Gruñó irguiendo las orejitas todavía sin definir. Y volvió a su sueño, desechando el conato de posible peligro. Baldomero tuvo otra erección. Era algo que no podía controlar teniendo una mujer tan bonita a su lado. -Cristina… –le susurró al oído meloso. Comenzó a mover las caderas contoneándose, lentamente, con suavidad, separando los glúteos duros de la mujer levemente con las manos, abriéndose camino, poco a poco, suave. Ella no dijo nada.

Sobre Loli y el extraño desconocido. Del Libro Cuarto.


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(…) La pobre mujer se quedó callada, no dijo nada, viendo cómo su marido la tocaba y se corría al poco tiempo.

La verdad es que desde que se casaron ella jamás disfrutó de la carne como había disfrutado con el muchacho que la desvirgó y le hizo la barriga de la que nació su única hija.

Algunas noches su marido se la metía, pero siempre con brusquedad, premura, y extrañeza. Parecía que lo hiciese con miedo, con vergüenza, y desde luego, sin conocimiento, tacto, ni experiencia. Ni una mala caricia, ni un beso, ni un abrazo… Siempre le resultaba desagradable. Siempre. Jamás había estado mojada ni la había hecho sentir mojada su esposo, pero bueno, se había hecho cargo de ella, de la niña, y no daba mucha guerra. Y ella había cumplido como hija obedeciendo los deseos de su madre. Era un poco huraño, cascarrabias, y retorcido. Desconfiado, malicioso, y sentíase por regla general en desventaja, pero no era malo con ellas, casi siempre las dejaba en paz o, simplemente, las ignoraba. Refunfuñaba mucho, pero nada más. Y apenas hablaban. Ella lo único que tenía que hacer era abrir las piernas cuando a su marido se le antojase –que la verdad, no era muy a menudo-, y dejar que se echase sobre ella y se la metiese de un golpe. Luego, bamboleaba unas cuantas veces, y se derramaba dentro de ella.

Curiosamente, en las ocasiones que se habían dado, no había conseguido dejarla preñada, como era de esperar, de nuevo. Tal vez fuese la voluntad divina, o la pólvora del artillero. Hubo una ocasión en la que Loli, en la cama, a pesar del asco que le daba su marido y que se casó con él por lo que se casó comenzó a toquetearle, a juguetear, a acariciarle la polla y los cojones, como mandaba dios y amparada y obligada por su contrato sacramental, compadeciéndose de él y sintiéndose culpable por no humedecerse ante su presencia.

Y por no amarle realmente.

Se movió sumergiéndose bajo las sábanas y se la metió en la boca y jugó con ella con la lengua y con los labios y chupó con toda la pasión fingida. Y él no quiso dejarse, pero ella hizo fuerza e hincapié y no duró demasiado la pugna, porque la resistencia del hombre cejó en unos segundos y se entregó indefenso menoscabada su virilidad. Y de un leve empellón la apartó y dándole el culo intentó entregarse al sueño sin conseguirlo, pues malos pensamientos, sueños inalcanzados y remordimientos le asaltaban siempre tras el coito.

Tristeza post-coitum compartida.

Se sentía poco hombre, se sabía nada complaciente, demasiado precoz en sus relaciones carnales. Malos demonios que le quitaban el sueño y le amargaban el vino. Y sin embargo, lo bien que lo disimulaba, actuando como si no pasase nada.

Del leve empellón Loli se tragó el depósito de su marido, denso, agrio, abundante. Se los había tragado muchas veces, pero los de su amado mozo del hielo. Y lo había disfrutado, y se había sentido bien, entregada, y otras veces se había untado con ellos, se los había restregado, pero los del muchacho. No los de su marido. Y al tragarse lo de su marido, sin poder remediarlo, comenzaron a darle arcadas, y ascos y retortijones, y tuvo que envolverse en la bata como pudo y salir al pasillo corriendo hacia el baño comunitario, al fondo del corredor, donde deglutió hasta el desayuno sobre el vecino de la vivienda de al lado que estaba agachado en el único agujero que servía de desaguadero para todo tipo de aguas, mayores y menores, y desperdicios.

El hombre, que se encontraba intentando vaciar las tripas para ir al trabajo de vigilante nocturno en un almacén, soltero, fornido, cuarentón y aficionado al vino barato, se levantó mirando los vómitos que le corrían desde el hombro hasta el costado, y con la hoja del ABC de días atrás que llevaba para otros menesteres pero para la misma función, se limpió. Luego miró a Loli, graciosa, ligeramente ruborizada, avergonzada por haberle echado encima lo que le había echado. No se había esmerado demasiado en ponerse la bata, por las prisas. Tampoco se esforzó demasiado en recomponerla ahora que comprendió lo que el hombre sobre el que había vomitado miraba. Se vislumbraban un poco las bragas. Y la pudorosa y calentita indumentaria se veía incapaz de contener aquellos enormes y turgentes pechos.

El hombre se incorporó del todo y se acercó un paso a Loli. Quedaba otro para que se tocasen.

Llevaba los pantalones por los tobillos. Loli se la miró.

Experimentó una enorme y desafiante erección imposible. Loli se humedeció. El brillo de los ojos de ambos suplió la falta de verbo. Un par de manos gigantes achucharon y acariciaron los senos erectos, excitados. De manera sabia, experimentada, de la calle. Loli chorreaba. Por la visión de aquel hombre de grandes manos, de fuertes hombros, de anchas espaldas ante ella. Por la sensación de cercanía. Por las vibraciones que percibía… Las manos grandes, duras, trabajadas, la agarraron del culo y le arrancaron las bragas. La cosa iba a reventar, pareciendo que tuviese vida propia, y se movía, buscándola. La cogió y la levantó, de un impulso, y ella abrió las piernas, a horcajadas. Y se la metió de golpe, a la primera, toda entera, en el coño húmedo, cálido, acogedor, estremecido, que convulsionó de placer y se corrió de gusto. Y la cópula maravillosa, salvaje, improvisada, prohibida, se prolongó en un tiempo que no existía. Y Loli se corrió otra vez. Y otra. Empapada, húmeda, chorreante, cremosa, dulce y sensual. Y el hombre que la llevaba en volandas la apoyaba contra la pared y no paraba de bambolear.

Bum, bum, bum…

Una y otra vez.

Bum, bum, bum…

Y ella con la boca en su hombro le mordía la carne y probaba la sangre reprimiendo los gritos y ahogando los gemidos de puro placer y éxtasis. Y el hombre que seguía, en aquella su noche.

Bum, bum, bum…

Bum, bum, bum…

Y Loli que se volvió a deshacer y se corrió como nunca se había corrido antes, ni con el muchacho del hielo, y se orinó encima sin saber si era orín o si era flujo, y le temblaba hasta el alma estremecida, y chillaba para sí, para adentro, muy hondo, ¡me corro, me corro, me corrooo!, y los ojos le lloraban de alegría, y no había tiempo, ni pena, ni frío, ni nada, sólo ellos en aquella conexión total y absoluta, pero momentánea, de sexo, de vida, de instinto.

Y el hombre sabio y viril sintió que ella había rozado el límite extático y que debía detenerse por un momento. Y la apeó de sí. Y la besó en la boca que babeaba con su lengua en la de ella que frenética se revolvía ansiosa, buscando. Más. Quería más. Y seguía besándola. Y luego con su boca lamía, chupaba, mordisqueaba y jugueteaba… El cuello, la garganta, la nuca, los lóbulos de la oreja… Aquel hombre no olía a vino barato… Era gloria lo que desprendía… Y con un gesto mecánico, aprehendido, que erizó el vello de la mujer, se mojó los dedos exageradamente y llevó la mano al coño de Loli, que no lo necesitaba, que latía por sí mismo y en su propio jugo nadaba, y le introdujo dos dedos que absorbió como si nada. Y ella empujaba con la cintura, embestía con las caderas, meneaba rabiosamente las nalgas.

Quería más. No había tenido bastante, quería más, quería todo, y luego podría morir tranquila. El hombre la giró sobre sí misma y la colocó de espaldas, agarrando el generoso culo por los glúteos, pellizcándolos, sopesándolos. Ella notó la enormidad de su dureza en los riñones, y se agachó para que entrase, para sentirla dentro, para sentirla hondo. El hombre la ayudó empujando hacia abajo la cabeza y subiéndola por la cintura, y la tomó de nuevo, salvajemente porque salvajemente ella se lo pedía, y la embistió de un viaje y luego una y otra vez la embestía. Y ella culeaba, se movía, le buscaba, zarandeándose, insinuándose, con ese brillo en los ojos que le miraban y con la boca entreabierta con la baba que caía, y con las manos se apoyaba en la pared para no caerse y para amortiguar los envites del hombre poderoso.

Otra vez que se corría, ahogando la voz, mordiéndose la mano, con el hombre sobre ella tomándola por detrás agarrado a sus tetas. El hombre, que no había terminado.

Jamás había visto tal muestra de virilidad, tal derroche de hombría. Claro, que no es que hubiese visto mucho, pero incomparable, desde luego, a su muchacho querido, padre de su hija, a quien tenía por un potentado.

-¡Dame por el culo! ¡Quiero que me des en el culo! –susurró excitadísima, sorprendida de oírse a sí misma, muy predispuesta y a punto de experimentar otro orgasmo sólo de hacerse a la idea.

El hombre pareció tan sorprendido como ella. Era evidente que de hacerlo, sería la primera vez para ella, y tampoco es que fuese algo imprescindible o que él desease especialmente.

-¡Toma mi culo! ¡Quiero tomar por el culo! ¡Fóllame el culo! –le pidió, en lo que parecía un ruego, una súplica incluso. El tono de voz y las palabras le excitaron mucho más de lo que ya estaba, y a ella más aún, que incluso llegó a escandalizarse un poco por la osadía y el atrevimiento. La cogió de los glúteos y se los separó con delicadeza. Ella se agachó y se lo brindó, totalmente expuesto. El hombre escupió en el orificio, y le restregó con suavidad el fluido con un dedo. Ella culeaba sin parar, buscando. Luego, sin necesidad de agarrársela con la mano -la tenía para partir almendras, lo llamaba él-, presionó con el glande poquito a poco, para que fuese entrando, y ella, con un golpe seco, se la metió entera y de una vez.

Le dolió. Le dolió mucho. Y apagó el gemido con la cara interna del antebrazo, el grito sordo. Pero iba mezclado con una sensación indescriptible. La peligrosidad de aquella situación en aquel lugar. El goce de lo prohibido. Y el pedazo de carne caliente, grande, ajeno, dentro de ella, en aquella primera vez. Dilataba mucho más de lo que hubiese imaginado. También iba húmeda y lubricada por allí, y además el hombre le palpaba el coño simultáneamente, y la volvía loca.

El dolor sordo parecía ya muy lejano, aunque no llegaba a desaparecer del todo, pero ni le prestaba atención ni le daba la más mínima importancia. Se iba a correr de nuevo, de una forma como nunca antes, mucho más fuerte, más potente, más intensa, como dos sensaciones inexplicables que se buscaban y desembocarían en una única explosión doble. El hombre se lo palpaba mucho más rápido, con más presión, y aumentaba la cadencia de sus bamboleos y caderazos. Loli no tenía fuerzas para seguir apoyándose en la pared -y casi se cae derrumbada si el hombre no la agarra-, temblándole las rodillas incapaz de sostenerla, con los ojos vueltos hacia arriba, en blanco.

Pensó que se moría cuando le llegó el estallido lujurioso y se sintió feliz en aquella gloria bendita de alegría y placer, y se regocijó cuando el hombre hincó sus dientes en el pelo de su nuca –para no dañarla-, resoplando y vaciando el pomo repleto de la esencia en su interior, y las cadencias sincronizadas de ambos se relajaron, se ralentizaron, se acompasaron al descenso de los latidos de sus corazones. Loli sintió que tenía el culo roto. Así lo pensó. Y lo que pensó le hizo sonreír melosa.

Sentía que podía morir.

De gusto (…).

1. Del Libro Cuarto. Memorias de un enterrador.


Libro Cuarto
Próximamente…

Aquella mañana enterraríamos en la capilla.

El entierro nos entró el día anterior, por lo que dispusimos de tiempo de sobra para prepararlo, por fortuna, porque nos ocupó unas cuantas horas.

Un nicho alto en el presbiterio, a espaldas del altar.

Una lápida extraña, con una inscripción en alemán.

Un muerto curioso, de la Embajada de Alemania, con pasaporte diplomático, que comentó el supervisor de la funeraria.

Un servicio fúnebre caro, si se encontraba allí el supervisor.

-¿Para mañana no tenemos entierros? –preguntó el cura, el de siempre, el Impertérrito, el Inmutable, el Eterno, don Gabriel, que incluso había superado, a su edad, un cáncer de no se sabe qué, -porque no hablaba de lo suyo aunque sí de lo de los demás-, que aguardaba junto a nosotros la llegada del muerto, como le decíamos a aquello que hacíamos en aquel momento.

Algunos fumaban, otros paseaban en círculo, otros meditábamos o nos abstraíamos, o departíamos tranquilamente y conversábamos.

-En principio no, padre –le respondió Santiago, que siempre le llamaba padre con un tono ligeramente irónico.

-Gracias, hijo –le dijo el cura, que del mismo modo empleaba la misma moneda y se la devolvía.

-Pero bueno, si quiere usted, vamos a por alguno a la calle y lo apañamos para enterrarlo a primera hora –sugirió el mismo compañero.

-No, hombre, no –rió don Gabriel-. No es necesario. Además, a primera hora no me acomoda. Y además, no es preciso ir a buscarlos. Dios proveerá…

-Gabriel –intervine yo-. ¿A quién atiende dios si dos piden cosas opuestas y enfrentadas?Nos miramos todos.
Ninguno dijo nada.
-Ahí viene el muerto –anunció el Andaluz, señalando la carroza que subía…

 

Fue un poco lioso.
Y accidentado.
Todo.
Empezando por la unidad de enterramiento.

Se trataba de un nicho familiar antiquísimo, un fila séptima, construido en los tiempos de la edificación original y primigenia de la propia capilla, en los tiempos en los que si un obrero, o un enterrador, con los medios rústicos con los que contaban, se precipitaba al suelo y reventaba desde aquella altura intentando enterrar, sin ningún sistema de seguridad, no pasaba nada, pues ponían otro, que hombres prescindibles había muchos…

Un fila séptima contaba más de ocho metros de altura, zócalo incluido.

Para enterrarse uno en la capilla, tenía que ser poseedor de al menos seis u
ocho apellidos, títulos nobiliarios y de señorío, muchísimas riquezas, y haberse codeado con la realeza de la época, si Monarquía, o con los politiquillos de turno si República. Y haber pagado mucho dinero, por la vía oficial de adquisición de derechos de enterramiento, y otro tanto en bolsas pesadas para unos y otros, con discreción y valentía, y a tajo hecho, sin dudar.

Sujetos como el ya mencionado padre Rebolledo, lucraron sus arcas particulares y ansias infatigables y sedientas de riquezas con saquetas repletas, de infelices muertos en vida y de cadáveres andantes, que antes se ahorcaban que dar un mendrugo a un hambriento, pero no escatimaban ni con la Iglesia ni con las promesas de bienestar más allá de la muerte.

Y los más codiciados, los del presbiterio, a la sombra del descomunal crucifijo con la talla proporcional de Jesús el Nazarita en madera, de tal realismo que se diría que aún vivía…

En un fila séptima estaba el nicho.
En el número siete.
Invertimos cerca de dos horas en prepararlo.

Con la nueva maquinaria moderna con la que el cementerio se había dotado, controlando el paso al milímetro, colocando chapas de acero sobre el piso pulido de falso mármol para que no quebrase con el peso del elevador, subiendo el aparato por las dos rampas totalmente equilibrado y a nivel, pues de lo contrario no subía, y maniobrando una decena de veces para ajustarlo al máximo al nicho en cuestión sin rozar absolutamente nada.

Y teníamos que reducir el cuerpo que allí reposaba su descanso eterno.

La lápida, de mármol negro, apaisada de medio punto, labrada ricamente a mano con varios detalles florales y silvanos, y una simbología que me sonaba, como se dice coloquialmente, por haberla visto en revistas especializadas en temas de misterio, historia oficiosa, arqueología, misticismo y mundos paranormales, todo en un batiburrillo y una mezcolanza que si se sabe tamizar puede ser realmente reconfortante, ilustrativo y revelador, tenía la inscripción en lo que deduje, era alemán.

Anduvimos con extremo cuidado a la hora de quitar la piedra, pues en apariencia se suponía frágil, y en caso de accidente sería difícil de reponer. Y mientras golpeaba el aguzado cincel con la maceta, no paraba de mirar lo inscrito de reojo. Los símbolos, el nombre, el año… Y a pesar de no existir conflicto armado alguno –por mucho que le daba vueltas en mi cabeza no di con uno solo público y conocido-, en el que pudiese intervenir un Standartenführer nazi septuagenario al menos, murió el coronel en Madrid. En acto de servicio.

Lo supe porque vino el padre Pío.
Otra vez.
La segunda desde que ocurrió lo que ocurrió en el Cementerio Parroquial. Que curiosamente no vio la luz…

 

Se encaramó a la plataforma por la escalera doble adyacente con una soltura y gracilidad impropias de un sujeto de su apariencia y hechuras.

Y se plantó junto a Pedro y a mí, que hacíamos malabares para mantener el equilibrio en los dos metros cuadrados a siete de altura.

El susto que nos dio nos hizo zozobrar.

Y se agarró a mí, que a mi vez me agarraba a Pedro, que a su vez se agarraba a mí, y nos dijo:

-Buenos días, señores –y sonreía-. ¿Cómo va la cosa?

-Buenos días, padre –correspondí titubeante.

-¡Cuidado padre que nos vamos abajo! –advirtió Pedro.

-Cuando quiten la piedra, les ruego que me avisen, que he de comprobar algo –nos pidió.

-No se preocupe, que así se hará –aseguré.

-De acuerdo, pero bájese –pidió Pedro con voz temblorosa.

-Os ruego que no toquéis nada –insistió-, una vez quitada la piedra. Sólo la piedra. No toquéis los témpanos.

-No tema, que eso haremos –volví a asegurar.

-Llámeme, Francisco. Es de vital importancia –y me guiñó. Y dirigiéndose a mi compañero tendiéndole un billete de cien se lo introdujo en el bolsillo de la camisa-. He de comprobar que la manipulación del nicho no dañe la estructura del muro y la cúpula sobre el presbiterio, y que el paso del tiempo no haya hecho ceder los cimientos. Eso se observará en el fondo y el piso, si aparecen grieteados. Y es posible, por más señas, que haya que recimentar.

Lo capté enseguida. Y siendo discreto no hice preguntas.

Mi compañero no se cuestionó nada. Agradeció la propina, que más tarde nos repartiríamos, y le dijo que no se preocupase, que le avisaríamos.

 

Y cuando el padre Pío se disponía a bajar, pues apenas cabíamos los tres y no podíamos continuar trabajando, soltó Pedro, como para sí:

-¿Qué coño querrá decir esto?

Y el padre Pío, de carrerilla, nos lo aclaró, pidiéndonos que no lo revelásemos a nadie…

No se fue muy lejos el padre Pío.

Anatolio bajó la plataforma con la lápida tumbada, colocada y atada para que no se cayese ni se rompiese.

Pedro y yo lo habíamos hecho por la escalera metálica de mano.

Y fui a avisarle.

Estaba en el jardín, con un rosario en la mano.

-Por favor, marchad. Haz por entretenerlos hasta que salga. Te lo ruego –me dijo.

-Pierda cuidado –contesté.
Me dirigí a mis compañeros y nos fuimos a tomar un refrigerio. El padre Pío, se encerró en la capilla.

La madre de la Guapa. Del Libro Cuarto.


Libro Cuarto
Próximamente…

María de la Caridad. Chari.

La niña más bonita, la muchacha más bella, la moza más hermosa conque la Naturaleza regaló a unos padres en mucho tiempo.

Y por fortuna, con el don de la inteligencia.

De la excelsa inteligencia.

Anduvo tras los pasos de su padre, León, junto a su madre siempre, inseparables los tres, por media Europa, por medio mundo, por el trabajo de él, viendo, aprendiendo, asimilando.

Era una niña viva, alegre, despierta.

Se fijaba en todo aquello que veía. No paraba de preguntar, de ir más allá de las simples apariencias.

Como sus progenitores, se desenvolvía ágil y grácilmente en numerosas lenguas, conocía innumerables culturas, iniciada en multitud de conocimientos, imposibles para una persona –más para una mujer-, en aquel tiempo.

Y con apenas diez años, una niña aún, superadas las capacidades de enseñanza de sus padres por su ansia febril de aprendizaje, hicieron el gran sacrificio.

Además, aquélla, no era vida para una niña pequeña. Ya en una ocasión, en Praga, estuvieron a punto de sufrir un percance de consecuencias muy graves. Y se salvaron por apenas un minuto, el que les hizo perder el tren que debían haber cogido.

Aquella no era vida para casi nadie.
Y desde luego no para una niña pequeña.

 

Hicieron el gran sacrificio.

Y la entregaron al Grupo.

Ellos se harían cargo.

Curiosamente, fue un profesor británico quien intervino indirectamente en su alias.

Un buen tipo que enseguida se encariñó con ella. En un sentido sano, por supuesto.

My little Charity, le decía.

Mi pequeña Caridad.

Y claro, un buen andaluz que se precie, como su padre, que a pesar de su cultura, intelecto, conocimientos y preparación no puede dejar pasar una buena ocasión de chascarrillo o agudeza la rebautizó, a la ligera, sin saber de la trascendencia de su gracia, Chari, la Chari, haciendo creer a quien lo oyere que el nombre verdadero era Rosario, Charo, Charito.

Y con Chari se quedó.

-Chari, mi gran amada –le escribía el Barón en sus epístolas, con su torpe castellano, con su pulso firme, como su determinación.

El Abuelo de la Guapa. Del Libro Cuarto.


Libro Cuarto
Próximamente

Nació en el primer quinto del siglo XX.

Bueno, un año rebasado.

En el año de Nuestro Señor de mil novecientos veinte y uno, como se decía en su tiempo. Y pocas veces antes, y excepcionalmente después, ser de tal hermosura y belleza vio la luz en el mundo.

Fue casualmente en Barcelona, adonde pararon sus progenitores camino de Madrid por necesidad de la madre, que no podía seguir corriendo con el parto tan inminente y la criatura apretando apresurada.

No aguardó los nueve meses prescritos, y quiso nacer al octavo.

Habían partido del Este de Alemania huyendo de la URSS, pasando por Suiza y Francia por necesidad del padre.

Trabajo.

Y necesitaban llegar a Madrid cuanto antes, pero por vías secundarias, indirectas y a veces escabrosas, enrevesadas. Porque iban tras ellos. Tras él más bien. Le buscaban. Querían lo que portaba consigo.

Porque nada, absolutamente nada, detenía a los que les perseguían.

El hombre, de nombre León, -pocos sabían de él, casi nada-, era una sombra, un cadáver sin identificar, pero le conocían en Francia como el Belga, en la URSS como el Gallego, en Alemania le llamaban Francés, los ingleses el Alemán, y en su tierra Holandés.

Y él insistía: era español. Para luego añadir:
-De Córdoba, por más señas.

Entró en el Seminario de la mano del señor párroco de su pueblo, -destacado en la comarca y gozando de unos merecidos retiro y reposo espirituales al que muy pocos de los suyos llegaban-, que le descubrió a muy tierna edad por lo vivo, alegre, despierto y dispuesto que parecía. Y por lo que destacaba. Y prácticamente se lo compró a sus padres, que ya bastante padecían para colmar las otras nueve bocas que hasta el momento no habían muerto, y asegurábanse así al menos la supervivencia y bienestar de uno de sus vástagos.

En el Seminario estuvo cinco años de duros estudios, que superó con creces, satisfacción y sin dificultad una vez le orientaron y guiaron por donde Dios mandaba por aquella época y en aquel lugar.

Y tras superar las pruebas de selección –mucho más intensas y complejas que los estudios-  el Grupo le captó, le reclutó, le admitió.

Y marchó a Roma, a completar su formación y comprobar hasta dónde podía llegar y qué haría y qué harían con su vida.

Lo consiguió, el superar holgadamente sus estudios. Y se hizo Sacerdote de Cristo.

Y decidió por sí mismo, escogió por voluntad propia, hacer lo que hacía, hizo y haría.

Tristemente, no pudo alcanzar el tan anhelado retiro, en algún discreto, y escondido pueblito, como párroco local.

Ni vio a su hija destacar.

A aquella niña, hija suya, nacida por accidente en Barcelona, le puso de nombre, con el consentimiento de su compañera y madre de la criatura, María de la Caridad, Chari, que la llamaban algunos de la tierra. Y se quedó con el alias, como una hermana propia muerta al poco de nacer.

Él mismo la bautizó.

Y volvió a quitarse los ropajes.

Nunca se había sentido tan desnudo como cuando se veía obligado a prescindir de las ropas talares.

Pero no eran tiempos seguros.
Al cuarto día de su alumbramiento, otra vez en camino.

Eran tres.

El Barón. Del Libro Cuarto.


Libro Cuarto
Próximamente…

El Barón

Llegó a España en mil novecientos treinta y ocho, a finales, con todo el camino allanado.

Con toda su gente.
Con todo su equipo.
Detrás de él.
Él siempre, el primero.
Por eso muchos le seguían ciegamente. Hasta la Gloria.

O hasta la muerte.
Siempre hasta el final.
Con sus quinientos hombres.

Y sus doce apóstoles, pues doce apóstoles parecían, sus sombras, sus almas gemelas, sus perros más fieles y leales, sacados de entre la excelencia de sus quinientos.

Nunca le dejaban.
Cualquiera hubiera ido al Infierno sin dudarlo por él. Desde niños adiestrados.
Desde niños adoctrinados.
Apadrinados por él.
El Standartenführer.
El Coronel.

Continuando su búsqueda adonde sus pesquisas, estudios e investigaciones le habían conducido.

Desde la abadía suiza, a la que llegó vía Austria.

El Barón XXXXX, de la Schutzstaffel. La SS.

Según testimonio directo de F. B. Carretero, y del testigo ocular cuyo único rasgo de identidad conocido hasta el momento son sus siglas, P. C. S. y el añadido «Numerario del Grupo por la Gracia de Dios», llegado e instalado en el Campo Santo en el ocaso de la contienda.

Y desde el primer minuto rondando, buscando, siguiendo el objetivo tan celosamente perseguido.

Aunque los Otros ya lo sabían, y le estaban esperando.

Y aunque no pudieron sacar lo que buscaba, salvarlo a tiempo, se quedaron para protegerlo.

Y así lo harían, con su vida.
El Barón XXXXX, coronel de la Schutzstaffel. La SS. Y María Caridad iba con él.
Siempre.
Como su sombra.
Como otro apóstol.
El número trece.

Memorias de un enterrador. Libro Cuarto.


 

Libro Cuarto

Dentro de poco estará disponible el Libro Cuarto de esta serie. Aquí les presento algunos de los personajes. Día a día iré incluyendo fragmentos de algunos capítulos, para quien guste leerlos y seguirlos. Se aceptan comentarios y sugerencias. Gracias y espero encontrarlos por el camino…
Protagonizan, se mencionan, aparecen por sí mismos o se habla, entre otros muchos, en este Libro Cuarto:

De la Guapa, la que decían que era puta y que probablemente lo fuese, pero porque era espía.
Del Barón, que llegó en el 38 al olor de unos escritos secretos, con sus 500 hombres y sus 12 ‘Apóstoles’, coronel nazi, hombre de élite, que ya aparece en el Libro Primero.
Del abuelo de la Guapa, trotamundos, intelectual, revolucionario.
De la curiosa exhumación del cadáver de un sujeto alemán y posterior entierro, en la capilla, y de la aparición del padre Pío, misterioso, con don de lenguas, y muy capacitado. Y de lo que le quitó al muerto.
Del querubín germano, que buscaba lo mismo que el padre Pío.
Del extraño jaleo por la confusión de las órdenes dadas con respecto a la exhumación del alemán, con la intervención de la Embajada de Alemania. Y de la investigación.
De Tanio Sifredi y de su señora esposa, otra vez. De las andanzas y fechorías del primero, y de las tórridas aventuras de la segunda.
De la señora Mariana, madre de Sifredi, y de la vida tan dura que le tocó vivir.
De Loli, esposa de Sifredi. De su crianza en el Mercado de la Cebada como pescadera y de cómo Sifredi la sacó de la miseria y el nauseabundo olor a pescado. De sus primeras relaciones con el Yelero.
De lo que hizo la Falange a este pobre.
De los motivos oscuros que conducían a Sifredi a andar por ahí, a menudo, y casi siempre a deshoras.
Del Mesón del Gatopardo, siendo Gatopardo el dueño.
De cómo echaron a Sifredi del cementerio, y de las molestias que se tomó para volver.
De la historia del ‘Robaniños’.
Del rarísimo ejemplar del Ulyses de Joyce.
Del Grupo de Resistencia 7, revolucionarios.
Del Servicio de Orientación Bibliográfica, durante la Posguerra, encargado de la censura de toda clase de publicaciones.
Del Obispo que quiso ‘correr’ con la Guapa, alias ‘la Chari’.
De Cabanilla, el de la Secreta.
Del pueblo fantasma.
De Tomasín, el Buey, y de Tomasillo, su hijo.
Y tantas otras historias…

Memorias de un enterrador. Libro Primero.


Libro Primero.

Memorias de un enterrador en iBooks.

«Llevo 20 años en el oficio… Y más de 15.000 muertos a mis espaldas…
Esta es mi historia. Bueno, y la suya…».
Tienen en sus manos el primero de 12 libros, y son las memorias de un enterrador, con las historias de todos, o casi todos los que de un modo u otro han traspasado las puertas de un cementerio muy especial. De los que nos dejaron y de los que aún están, de los que se fueron y de los que volverán, algún día, a quedarse para siempre. Historias preñadas de vida, impregnadas de muerte.
El desfile de una colección de personajes que desde mediados del siglo XIX han venido hollando con sus pies la tierra de estos caminos, narrado por un testigo tan excepcional como sólo podría ser su sepulturero.
Un reflejo de la Historia -con mayúsculas- en el universo de un magnífico cementerio privado de Madrid.
Protagonizan, se mencionan, aparecen por sí mismos o se habla, entre otros muchos, en este Libro Primero:
De la historia del legionario,
de sus hazañas en la guerra y de que tenía una hija enterrada en el cementerio.
De la señora Juana,
que acuchilló al hijo de quien atropelló a su pequeña, que estuvo en la cárcel, y de la mala suerte que tuvo en la vida.
Del Árbol del Ahorcado,
con todos los que de su rama pendieron.
Del Pozo de la Muerte,
la Guerra Civil y el Sargento de Brigada,
con todo lo que dejó escrito y que fue hallado.
De Joselito el grabador,
que no sabía leer ni supo quién fue su padre.
Del Coronel nazi que aparece,
todo un misterio.
Y otras muchas cosas…

Tienen en sus manos el primero de 12 libros. Tres ediciones en papel lo respaldan. Espero que lo disfruten, y que volvamos a encontrarnos por el camino…

LO QUE HAN DICHO:
-…Las historias que cuentas, y cómo las cuentas, me han llegado al alma, porque consigues convertirlas en universales. Hacía mucho que no me conmovía de este modo leyendo… (N.M.)
-…Diferente, original, una forma de narración fuera de lo común… (M.C.G.)
-…Me encantó el libro. Posees un estilo muy personal y cercano. Consigues que los personajes vayan calando poco a poco… (O.G.R.)
-…Los relatos nos hacen viajar a las realidades del XIX, o del 36, o ir y venir de los 90 a la Posguerra sin el artificio del flash back. Unos personajes que no engañan y que muestran su ser con plenitud. Este sepulturero, cuando narra, lo hace con una lengua entre perdida y ritual, fluida y sin cortapisas, y consigue transmitir la perceción auténtica del narrador, aquí otro sólido personaje de carne y hueso.
El enterrador habla. Lean y juzguen. Él tiene la palabra, su palabra… (P.A. -del prólogo-)
-…El autor transita como nadie los caminos del campo donde se asientan los muertos. Un terreno entre lo real y lo posible en donde Belmonte se maneja con indudable soltura. Un libro actual y contundente. Del todo recomendable, diría imprescindible… (F.F. -del prólogo segundo-)