Mis Putas y Yo (Memorias Tristes). Fragmento 2.


2.

El martes día 19 de diciembre, vigésimo segundo cumpleaños de mi amigo Peter, lo pasé en el Hospital Anatómico-forense y después en el tanatorio Román Alegre, aguardando desde las veintidós cero-cero horas aproximadamente hasta las veintitrés treinta más o menos en que empezó la fiesta.
Comenzó cuando nos corrieron las cortinas que impedían ver el fiambre afeitadito y maqueado de mi colega, que yacía inmóvil cuan largo era en una salita que, con un camastro nido de chinches, una mesilla, un lavabo clavado en la pared y paredes negras de humo y repletas de secretos, hubiese pasado por la habitación de un motelucho de cuarta categoría.
Empezó, digo, aproximadamente a las veintitrés treinta del día 19 de diciembre, y acabó a las quince quince del 20, cuando todos teníamos el convencimiento de que las malvas ya habían nacido.
Tuve ganas de cantarle el cumpleaños feliz al muy hijo de puta, sin embargo no lo hice y sí me fui al bar del tanatorio. La noche anterior no había sido muy buena que digamos y estaba hecho una mierda. Y ver tanta gente hecha una mierda estando hecho una mierda me sentó fatal.
Me eché al coleto dos whiskies-7up -tan poco acostumbrado a beber como estaba- e invité a un tal Pope a un par con Coca-cola. Se encontraba en el bar tan apalancado como yo. Y tan dolorido. El whisky me hizo comenzar a intimar con él. Y el dolor.
Le pregunté si Pope era el diminutivo de Popeye o algo así.
Me dijo que no, que en una vida anterior había sido sacerdote de la iglesia cismática griega.
Me quedé mirándole, ignorante de que en pocos meses estaría tanto o más como una puta cabra que él.
Me dijo que si pensaba que estaba como una puta cabra estaba equivocado.
Le dije que efectivamente lo había pensado.
A lo que me contestó que insistía en que estaba equivocado, que no estaba como una puta cabra, sino afortunadamente como una puta cabra, felizmente loco.
Luego me largó un rollo acerca de la divina locura y la terrenal cordura, compendio de virtudes sociales que alejan de la esencia y sumergen en el automatismo propio del individuo social establecido, que si la abuela fuma y se le apaga la pipa, y bla, bla, bla. Le habría prestado más atención ahora, pues en aquel momento aún era uno de ellos, de la masa, una pieza insignificante y prescindible del engranaje mundial establecido, y tenía siete velos traslúcidos sobre mis ojos que me impedían ver la realidad, así que la atención regresó a mí con la sorpresa cuando, dando un respingo, escuché de su puño y letra, con su típica voz nasal:
-Vente al tigre conmigo.
Y ante mi cara de asombro y mi respingo dijo:
-Al retrete. No voy a apestarte cagando ni voy a proponerte una enculadita rápida. Vamos, follow me.
Por supuesto que le seguí. No sé por qué ni me importa, pero lo hice.
Y allí me puso un buen rayajo de coca. Fue mi primera vez.
-Toma, métete esto por la tocha -me dijo el cabronazo-. Así, haz lo mismo que yo.
La noche transcurrió entre pelotazos, visitas al tigre -como lo llamaba mi nuevo amigo- y arrumacos ora plañideros ora eufóricos a mi querida novia Verónica, que acompañaba a los familiares cotorreando con las muchachitas que fueron allí a cumplir, y que se divertían mucho con mis gracietas y mis lloros.
Sólo fui en una ocasión a ver a mi querido amigo muerto; fue tras la cuarta raya y el enésimo pelotazo, cuando tenía tal nudo en la garganta que no podía ni tragar, y si lo hacía -porque evidentemente lo hacía ya que los vasos de tubo del bar no tenían ningún agujero en el culo y los vaciaba que era una alegría- no experimentaba ninguna sensación.
Pope me dijo que eso era porque la coca era cojonuda y que me recrease con el goteo que producía.
Ajeno yo a todas sus explicaciones me armé de valor para asistir a la contemplación del rostro de Peter, pues era lo único que le habían dejado al descubierto. Así que envalentonado me iba arrimando, convencido, pues quería también decirle algunas cosas a su jodido oído inerte.
Según me acercaba tenía que contener las arcadas. Arcadas que, siempre según el excelso criterio del doctor en drogas por la Universidad de la Vida, el señor sacerdote de la iglesia cismática griega, que era el que me había invitado, querían decir que la coca era cojonuda.
Cuando llegué a su vera, la madre me miró y sonrió como nunca he visto sonreír a nadie, seca de llorar. Se apartó del lado del cadáver de su hijo para cedernos a él y a mí unos instantes de intimidad. Yo también sonreí como pude, más pareció un mohín.
Al agacharme para llegar bien a su oreja y que nadie nos escuchase hablar contraje el abdomen, presionando éste levemente el estómago. Entonces la arcada me sobrevino acompañada de whisky, bilis, algo espumoso y las judías pintas con chorizo que mi madre me había dado para comer el mediodía anterior, fecha que se me antojaba remota, lejana.
El desahogo lo escondí detrás de la oreja de mi amigo muerto, entre las sábanas mortuorias. Afortunadamente nadie me vio. Y salí corriendo de allí como alma que persigue el diablo, lamentando haberle dicho únicamente que sentía haberle echado la pota encima.
Los que me vieron salir de la sala camino del bar achacaron mis prisas y mi rostro corrido y desencajado a la gran pesadumbre que sentía por la pérdida de una grande amistad que era la que nos había unido.
Cuando el fuerte pestazo se apoderó del lugar, todos pensaron que mi amigo ya había reventado y que comenzaba a pudrirse, pero no dijeron nada.
Los siempre discretos y serviciales operarios funerarios tuvieron que enchufar el extractor de olores al máximo.
¿Han olido alguna vez una vomitona como la que yo eché, tan diversa y heterogénea?
La siguiente raya me despejó un poco.
El café y los churros me dejaron de puta madre.
Lo que me jodió realmente, es que nadie hizo ni puto caso a su última voluntad en lo que respecta al tratamiento de su cadáver.
A pesar de haber estado en el Anatómico, finalmente y como él quería no le hicieron autopsia. Sólo le lavaron, afeitaron, peinaron y expusieron.
Y él había dejado dicho, que no quería que colocasen su cuerpo muerto tras una cristalera, como una atracción de feria. Y no se supo quién se pasó por el forro aquello.
Un nuevo día saludaba a los que todavía seguíamos vivos.

3.

No obstante llevar ya bastante tiempo con Verónica, y ella conmigo, nuestras relaciones sexuales seguían in crescendo.
Practicábamos las artes amatorias con asiduidad, y en general con satisfacción. Pero eso no quita que emocionalmente nuestras propias voluntades inexistentes supiesen de antemano que lo que ocurría era porque tenía que ocurrir, actuando con licencia por ambas partes, anhelando el riesgo, el peligro, que supuestamente habría de conllevar un acto que significa ni más ni menos que renunciar a la Inmortalidad.
Hablar aquí y ahora de cualquiera de nuestros momentos íntimos sería excitante, pero no transmitiría ninguna enseñanza subliminal implícita salvo alguna inocente aberración o tal vez una leve transgresión, que por otro lado serían de lo más corriente en cualesquiera relación afectivo-sexual sana. Y digo sana como sinónimo de corriente, supuesta, normal, peatonal, políticamente correcta.
Pero debo centrarme en el mes de enero, para llevar las cuentas ordenadas. Aunque la memoria siempre me ha solido fallar, y si no, la he usado de manera inconsciente por no haber sido capaz de aplicarla correcta y objetivamente, me aplicaré todo lo posible en la narración de los hechos ocurridos alternando los importantes con los insípidos, los que son clave con los más livianos, los objetivos con los prescindibles. Pero claro, antes no sabía. Y ahora, pese a saber mucho menos, comprendo.
La última semana de vida de la relación con mi querida novia oficial Verónica se enmarca en el mes de febrero, a finales, gracias a la aparición estelar de otra mujer que me abrió los ojos y me cerró el corazón. Pero cada cosa a su debido tiempo.
Fue una semana muy completa, al cabo de la cual me preguntaba ella que quién era yo, que en qué me había convertido. Ni yo lo sabía.
Volvimos a vernos y a intentarlo. Fue en vano. Sus esfuerzos conmigo fueron estériles.
Me preguntó en un susurro a la vera del oído, con un cigarrillo negro en la mano, el sudor cubriéndole el cuerpo de seda y alabastro y las lágrimas pugnando por inundar sus inmensos ojos verdes de felino.
-Quisiera contestarte: ‘Yo soy el que soy’, pero no es cierto. No soy nada, no soy nadie. NO SOY. Lo lamento, bonita mía.
Entonces vertió lágrimas de sal.
Habíamos hecho el amor durante dos horas.
Tenía la espalda marcada por la presión de mis dedos, y varios mordiscos en el cuello y hombros.
Ambos sabíamos que aquella había sido nuestra última vez.
No pretendo vanagloriarme, además sin saber de ella desde hace algunos meses, siendo su recuerdo algo brumoso y lejano, pero me temo que no encontrará jamás otro tipo como yo, hundido en la mierda hasta las orejas, ¡como todos!, pero consciente de ello. Esto que llamamos vida, es una inmensa mierda. Reflexionen todo lo objetivamente que sus mentes subjetivas e infra desarrolladas les permitan. Barreras: ¡sáltenlas!
Aquella inconmensurable noche vuelve a mí de vez en cuando en sueños, aunque en ellos no distinga ya su rostro.
No eyaculé.

4.

En los primeros días del año que siguió al fallecimiento de mi amigo ya se dejaban ver traslúcidamente los vestigios del radical cambio que habría de producirse en mi vida.
Me destrozó el hecho de tener que ir a trabajar la misma tarde de su inhumación. De cuatro a siete. Con las improntas de la esnifada del tanatorio en el rostro, el estómago más bien vacío, y el corazón, el alma, o como cojones se quiera llamar a ese algo inmaterial, etéreo, de naturaleza divina, descompuesto.
Recuerdo que tras fichar, a las diecinueve horas cero-cero, me acerqué hasta mi jefe, que observaba complacido el puñado de escribas esclavizados partir hasta el nuevo día laboral fumando como si tuviese una polla en la boca, y le dije susurrando:
-Me cago en tus muertos, grandísimo hijo de la gran chingada.
Antes de que lo digiriese, aún estupefacto, yo me había esfumado.
Jamás me había dirigido a nadie con tamañas expresiones en los labios, pues era un tipo muy tranquilo que nunca había ofendido poderosamente, ni siquiera de palabra. Pero aquel día marché a casa de mis padres, pues vivía con ellos, con tales satisfacción y placer en cuerpo y alma, que casi experimento un orgasmo en el autobús de línea. El viejo coche que heredé de mi padre por veinte mil duros lo tenía en el taller, donde pasaba más tiempo que en circulación.
Al cabo de algunas horas, las justas para ver un rato a mi novia, revolcarnos indecentemente en la hierba de un parque público despistando el frío con pasión, cenar y dormir, volví a ver a aquel que había ofendido. A las ocho horas de la mañana exactamente, de nuevo cuando me disponía a fichar.
No era ya el sentimiento el mismo, pues se había aplacado grandemente, así que resolví no echarme atrás, reconocer mi falta y pedir disculpas lo mejor que pudiese.
-Persónese inmediatamente en mi despacho -me dijo con tono brusco y seco.
Ni siquiera dejé la bolsa con el libro y la tartera de comida que siempre llevo a trabajar. Fui inmediatamente, como él pidió. Más inmediatamente imposible. Cerró la puerta con un enojado portazo.
-¿Tiene usted algo que añadir a los comentarios acaecidos ayer, aproximadamente sobre las diecinueve horas? -me preguntó el muy capullo.
-Sí, que los comentarios por sí mismos no acaecieron, y sí el hecho que se los dirigiese -le solté en un alarde de ingenio picante.
-Muy gracioso y puntual está usted hoy -comentó-. ¿Y bien?
-¿Y bien qué?
-Que si tiene algún otro comentario.
-No.
-Muy bien. ¿Algo que añadir?
-Ya le he dicho que no.
-Se está usted jugando el puesto, amigo. ¿Seguro?
-Tiene suerte de que sea mi contrato temporal.
-¿Y eso por qué?
-Porque le costaría más echarme si fuese fijo. O ahora tal vez no.
-No le estoy diciendo que vaya a echarle -cobraba una subvención del estado por tenerme allí-. Qué menos que una disculpa.
-Entonces, ¿qué me está diciendo? -seguí sin arrugarme.
-Qué menos que una disculpa. -Me dio la impresión que suplicó-. O al menos conocer el motivo de su ofensa verbal. -Me jodía que hubiese repetido la misma frase. Me exasperó su incapacidad verbal y su carencia de vocabulario. Yo no era ningún erudito, pero estaba tan extraño, me sentía tan poderoso e invulnerable porque todo me daba igual, que o reventaba o luchaba o me comía los mocos o el mundo o seguía igual.
-Tiene usted razón -asentí-. Le ofendí, lo reconozco. Aunque no puedo decirle que lo siento, porque no sería verdad. Mas le pido disculpas. No está bien ofender a la gente; ni a nada, ni siquiera a dios o al demonio. -Creo que me debió tomar por algo loco o desajustado de neuronas.
-¡Está bien, márchese! -me ordenó-. ¡Ande, márchese!
-No, no, relájese. Se lo explicaré. -Me habría gustado que en lugar del estúpido de mi jefe, hubiese estado allí el mismísimo Rey del Mundo-. ¿Sabe que ayer a las dos de la tarde un gran amigo mío fue enterrado?
-Bueno, supe que había pedido el día libre para ir de entierro, pero no imaginé que sería el de un gran amigo suyo. De haberlo sabido, otro gallo hubiese cantado, le habría dado todo el día. Incluso dos. -Lo tenía enteramente a mi disposición.
-¡Ay! ¿Sí? ¿Y quién imaginó que había muerto? ¿El perro de la portera? -contraataqué.
-No, no imaginé nada -masculló.
-Buenos días.

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Mis Putas y Yo (Memorias Tristes).

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Mis Putas y Yo (Memorias Tristes). Fragmento 1.


1.

Menudo mes.

Por la muerte de un amigo, por muy íntimo que sea, la ley no reconoce días de permiso. Tuve que ir a la oficina la misma tarde de la tragedia. El entierro fue el miércoles 20. Se habían congregado en la Sacramental de san Tiago unas ciento cincuenta personas. Parece exagerado y no las conté una a una, pero cualquiera diría que en lugar de Peter iba a ser enterrado cualquier torero o folklórica de segunda fila. Estaban allí la familia, todos los amigos de los padres y los hermanos que le conocieron, los compañeros del padre, los cordobeses emigrantes que se denominaban entre sí paisanos, los compañeros de trabajo de Peter, los estudiantes con los que compartió la dulce etapa del bachillerato, otros de la Universidad, todos nosotros…

El pequeño aparcamiento de la Sacramental y la pina carretera que conducía hasta la capilla se encontraban abarrotados de automóviles. Un verdadero atasco en apenas doscientos metros. Incluso la carroza fúnebre tuvo verdaderos problemas para llegar con el muerto hasta arriba, donde el cura aguardaba impaciente -llegaban con más de media hora de retraso- cagándose en dios porque llegaría tarde a la cita para comer que tenía con una decrépita parroquiana que de vez en cuando le dejaba magrear las tetas y el culo y hasta le pajeaba y todo, siempre basándome en los comentarios del equipo de operarios de la sacramental.

Entre los enterradores, que conocían mejor al cura que la madre que lo había parido, tenían división de opiniones. Tres de los cinco apostaban sus manos izquierdas a que se la follaba. Trabajosamente pero se la follaba. Los otros dos mantenían que ya no estaba en la edad, por lo que no pasaban de alguna mamadita y algún que otro frotamiento vaginal, porque -según el más joven de ellos-, la vieja tenía cara de tener el tema como un bebedero de patos y ser clitoridiana. Probablemente hubiese escuchado clitoridiana en el programa de televisión sobre sexo de la noche anterior. Uno de los que defendían que entre ellos había coito, le corrigió diciéndole que no era clitoridiana, sino clirotidiana.

Yo estaba junto a la puerta de un quiosco de flores con unos amigos (por eso pude escuchar todo lo que oí), frente a la capilla, a cinco metros del jodido sacerdote interesado, y los enterradores se encontraban dentro tomando cerveza con olivas y conversando animadamente. No pude evitar trasladar mi atención a su charla.

Muchos de los congregados daban claras muestras de dolor. Algunas mujeres, tocadas por el trabajo, la edad, la condición, paisanas o amigas de la madre de mi amigo difunto, lloraban sinceramente. Habían estado parte de la noche en la sala del tanatorio ROMÁN ALEGRE, S.A. -en el que también estuve yo-, y habían visto a la madre, al padre, a los hermanos, su dolor, su sufrimiento, su tristeza, que no se movieron un solo instante de la vera del altar que en realidad constaba de dos caballetes con algunas tablas cubierto todo muy bien y muy bonito por un faldón en el que exponían al muerto, mi amigo.

-Y lo que más me revienta -continuó el más joven de los sepultureros-, es que tiene cincuenta tacos, es feísima, y tiene las piernas llenas de varices, ¡y se contonea como si tuviese treinta y estuviese buenísima!

Jamás pensé que esperar la llegada de un difunto pudiese ser tan amena, pese a que estaba muy afectado.

-¡Vamos! -indicó uno de ellos-. ¡Que viene el muerto!

Lo vieron porque la parte posterior del quiosco de las flores, donde estaban sentados a una mesa con un gran ventanal, daba a la pina carretera.

Salieron riéndose y comentando el frío que hacía. Yo me subí el cuello de borrego de mi chaquetón de piel. El señor que vendía las flores salió tras ellos. No era enterrador, pero vestía como ellos, con el sello de la Sacramental estampado a la altura del seno izquierdo, en el bolsillo de la chaquetilla. Me moví discretamente con ellos, colocándome a una distancia en la que pudiese escuchar sus distendidos comentarios. Tal vez fuese morbo, o una vía de escape a la energía negativa que me había invadido desde la defunción.

-No me jodas -susurró el joven al enterrador que tenía a su izquierda, un tipo que trataba de disimular sus problemas de alopecia con un peinado milimétrico y con un bigote marrón espeso-. Espero que no venga una caja pesona.

-De todos modos, no vamos muy lejos -informó el del bigote-. Y creo que lo van a llevar ellos a hombros.

-Tibur -llamó el joven dirigiéndose al más mayor-. Era un tío joven, ¿no?

-No lo sé.

-Creo que sí, hay un güevo de chicos y chicas de mi edad.

-Seguramente -asintió otro, un tipo con unos brazos y una barriga descomunales-. Fijo que se ha pegado una hostia con una moto.

-O se ha volado la tapa de los sesos -especuló el más joven de los enterradores-. Esos están todos locos, la puta juventud. -Y no rayaba aún los veinticinco.

-A lo mejor -dijo el gordo. La carroza fúnebre se detuvo-. ¿Has visto el mollete que tiene ésa?

El muy hijo de puta se refería a Sonia, la última novia reconocida de mi amigo Peter, que por cierto estaba buenísima y que se acercaba al coche fúnebre deshecha, vestida como una gitana evangelista el día del entierro de un ser querido.

Sólo me restaba saber qué cojones era un mollete, y como si me hubiese escuchado, el más joven de los enterradores que era a quien iba dirigido el comentario preguntó:

-Joder, siempre me hago la polla un lío. ¿Qué es exactamente el mollete? ¿El culo en sí?

-No sólo el culo -respondió el gordo-. Es todo el conjunto. Los trastes pa’ mear.

-Todo el conjunto que engloba lo puramente sexual, ¿no?

-Tú lo has dicho. Sin olvidar la parte más importante.

-¿Que es?

-El fafas.

-También conocido como…

-El coño.

“¡Señor ten piedad! ¡Cristo ten piedad!” imploraba el cura.

Siempre se acostaba uno habiendo aprendido algo nuevo.

Los cinco enterradores echaron mano a la caja para sacarla del coche fúnebre. El que vendía las flores, ciertamente de escaso tamaño, pululaba por entre ellos siendo al contexto lo que una mosca cojonera a los cojones.

“Entraré en el tabernáculo admirable, hasta la presencia del Señor”.

Los sepultureros depositaron el féretro de mi amigo en un carro de tres ruedas, colocando las numerosas coronas de flores encima de la caja.

“Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío”;

Pero el hermano del difunto se acercó a ellos para decirles que deseaban llevarlo entre algunos familiares a hombros hasta el sepulcro,

“tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?”

A lo que ellos accedieron gustosos por, lo que imaginé, ahorrarse el trabajo de empujar el carrito sorteando lápidas y floreros. Así que lo cargaron ellos mismos y, haciéndose a un lado, reclamaron la presencia de voluntariosos y condolidos nuevos porteadores, que fueron ocho.

“Las lágrimas son mi pan noche y día, mientras todo el día me repiten, ¿dónde está tu Dios?”

Los ocho cargadores, que eran sus dos hermanos pequeños (que el de trece años medía un metro y ochenta centímetros), su padre, su tío el médico, su última novia (que parecía sueca), y tres amigos (José Ramón, César Díaz y Joxe ‘el Maldito’) a los que conocía por haber alternado algunas veces y de casualidad, probablemente no llevasen mucho peso, pero no podían avanzar.

“Recuerdo otros tiempos, y desahogo mi alma conmigo”,

Se pisaban los unos a los otros, no tenían espacio suficiente para dar la zancada. Por poco no cayeron.

“cómo marchaba a la cabeza del grupo hacia la casa de Dios”,

El enterrador bigotudo se acercó a los porteadores y les dijo que era mejor llevarlo únicamente entre cuatro, pues tantos se impedirían caminar y podrían tropezar y trastabillarse. El tal Tibur estaba delante, para guiar los pasos de los cargadores. Tres de los otros enterradores ya habían avanzado un buen trecho y se partían entre ellos la polla de risa.

“entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta”.

Al final, los que se quedaron para llevar al muerto hasta su sitio de eterno descanso fueron los hermanos, el padre y el tío médico.

“¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío”.

Comenzaron la procesión hacia el sepulcro, con el cura inmediatamente tras ellos, pisándoles los talones, repitiendo mecánicamente los salmos aprendidos, sin ser temeroso de Dios.

“Cuando mi alma se acongoja te recuerdo, desde el Jordán, y el Hermón, y el Monte Menor”.

Yo procuré colocarme lo más cerca posible de la caja, experimentando en aquel momento unas sensaciones que jamás antes había experimentado. No tenía la certeza de si era tristeza, curiosidad, pena, melancolía, malestar general, ansiedad, falta de aire, violencia, penuria… La madre de mi amigo muerto no pudo seguir el cortejo fúnebre. Estaba desmayada en el asiento trasero del coche de duelo que incluía el servicio que habían contratado.

“Una sima grita a otra sima con voz de cascadas: tus torrentes y tus olas me han arrollado”.

La gente se apelotonó tras el cura, como autómatas. Algunos poseídos por el dolor y la incertidumbre ante el dogma de fe de la Justicia Divina; otros por la comedia y la preocupación por el favorecimiento en las críticas de los chismorreos posteriores.

“De día el Señor me hará misericordia, de noche cantaré la alabanza del Dios de mi vida”.

Así, vi a jóvenes compañeros y amigos desfilar ordenada y silenciosamente tras la frenética muchedumbre. A hombres y mujeres llorar interiormente y luchando por no derramar lágrimas, caminando cabizbajos y formalmente. A muchachas -entre ellas sus hermanas- desfallecer de dolor y desconsuelo y arrastrar los pies apoyadas en hombros altruistas, sacando fuerzas de flaqueza para llegar hasta la última morada terrenal de aquel que de una forma u otra habían amado, siendo también Sonia una de las principales.

“Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué me olvidas?, ¿por qué voy andando sombrío, hostigado por mi enemigo?”

Vi a hombres ir detrás fumando y partiéndose el culo muertos de risa; que si el futbol tal o el futbol cual, que si estaba buenísima la puta de la otra noche, que si se bebió no sé quién no sé cuántos cubatas de gorra por haberlos ganado al subastao

“Se me rompen los huesos por las burlas del adversario; todo el día me preguntan: ¿Dónde está tu Dios?”

También a mujeres criticando el vestuario de las demás en voz baja, y que si aquella le puso los cuernos al marido, que si el hijo de Fulano no es suyo, que si hay que ver las pintas del hijo de Mengana, que si aquellos tanto coche y tanto abrigo de piel y luego no tenían donde caerse muertos…

“¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío”.

Y me vi a mí mismo. Y vi, en último lugar de la curiosa procesión y por increíble que parezca, a mi amigo muerto caminando con la mitad derecha de su rostro dolida, apenada, piadosa; y la otra mitad sátira e infernal, mostrando orgulloso y en alto el dedo medio de la siniestra mano.

Me llegó la voz del cura de rostro bermejo y panza repleta.

“Me hiciste de tierra, me vestiste de carne. Resucítame en el último día, Señor y Redentor mío”.

Para indicarme que se habían detenido. Todos se congregaban en una irregular semi circunferencia en torno a un nicho, un agujero en la pared. Ahí iba a ser enterrado. Los sepultureros relevaron a los dolidos cargadores.

“El Señor reina vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder: así está firme el orbe y no vacila”.

Colocaron de manera experta la caja de viruta prensada -que realmente parecía de madera y por su precio debería haberlo sido- y apenas se notó el golpe que dio la cabecera de ésta cuando uno de los enterradores la soltó ante que tocase el piso del nicho para no pillarse los dedos. Pensé que mi amigo se había movido dentro de su lecho, y no pude evitar sonreír al decirme que no había sido por propia voluntad.

“Tu trono está firme desde siempre, y Tú eres eterno”.

Cuando los operarios de la Sacramental se retiraron para que el cura fascista -lo deduje por su corte de pelo- siguiese rezando alguien me cogió por el brazo. Iban seguramente a por las coronas de flores, que habían dejado en el carro. Los vi a cuatro de ellos. No sabía dónde se había quedado el quinto. Allí iban, alegres como el hortelano que lleva los frutos de la Tierra y de su trabajo al mercado.

“Levantan los ríos, Señor levantan los ríos su voz, levantan los ríos su fragor”;

Quien me había cogido del brazo era Verónica, mi novia de entonces, a la que quería muchísimo, que había estado hablando desde hacía una hora con la novia de un conocido mío amiga suya.

“pero más que la voz de aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el Cielo es el Señor”.

Allí estaba el señor del traje oscuro y corbata, al que vi por vez primera y me llamó la atención, al lado del padre y los cuatro hermanos de mi amigo muerto, pero que al poco olvidé por verme sumergido en el frenesí subconsciente de la vida cotidiana. Me llamó la atención porque era un señor imponente. Parecía uno más de entre la muchedumbre, pero si te fijabas, emanaba un halo de poderío, que ahora llamaría voluntad, que nadie poseía. Al cabo del tiempo, nuestros caminos se cruzaron, o más bien, él hizo que se cruzasen Pero eso más tarde será contado. Ni aquí ni ahora ha lugar.

“Tus mandatos son fieles y seguros, la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término”.

Los cinco sepultureros llegaban empujando el carrito atestado de flores. Lo supe por sus risas y comentarios.

-Preciosa -susurré al oído de mi novia-, ¿te has fijado si está por ahí Pope? -. Pope era el tío con el que me había pasado gran parte de la noche anterior en el tanatorio.

-No -me respondió-. He estado con Elena. Me ha dicho que anoche Jose bebió mucho, y que casi se matan cuando salieron del velatorio -y me besó dulcemente en la mejilla.

¡Ah, Verónica! Espero que algún día me perdones lo que te pude hacer, estés donde estés.

Sonreí porque no sé si Jose, conocido mío y novio de Elena, bebió mucho o no, pero lo cierto es que no desacopló el brazo de la barra del bar del tanatorio en las dos horas que estuvieron allí. Tal vez fuese su afectación. Probablemente si no se pegaron una hostia con el coche fue porque dios no lo quiso, porque aparte de que es una de las personas más torpes que he visto -si bien prudente- al volante, no aguanta una mierda bebiendo.

Cuando Verónica me besó cariñosamente yo la estreché entre mis brazos. Ella se estremeció. Desconozco el motivo de mi reacción de entonces, pero ella debió notarlo, de hecho lo notó puesto que lo referimos en varias conversaciones posteriores, y como para no notarlo. Mi pene martilleaba su columna vertebral.

“Oremos. Señor Jesucristo, tú permaneciste tres días en el sepulcro, dando así a toda sepultura un carácter de espera en la esperanza de la resurrección. Concede a tu siervo reposar en la paz de este sepulcro hasta que tú, resurrección y vida de los hombres, le resucites y le lleves a contemplar la luz de tu rostro. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos”.

Y muchos de los asistentes dijeron con él: Amén.

Yo no, ni mi novia tampoco. Ni Pope, que el muy cabrón tenía los ojos como platos y al que no había visto antes porque deambulaba por entre los cipreses ocultándose tras sus gruesos troncos, como jugando él solo a algún juego de su invención.

-¿Ha terminado ya? -oí preguntar a uno de los enterradores, que se habían quedado no muy lejos de mí por ser yo uno de los que habían cerrado la procesión.

  • No, ahora soltará su rollo socio-político. ¡Será hijoputa!

Y lo cierto es que atinó, porque éste comenzó:

“Queridos hermanos y amigos, bla, bla, bla,…. que la vida es parte de la muerte y la muerte de la vida, bla, bla, bla,…. y nuestro amigo y hermano Peter, que fue bueno y cristiano seguro que…. bla,..”.

El muy cabrón hablaba de mi amigo como si lo conociese de toda la vida, cuando lo único que sabía de él era el nombre y la edad. …

”y a veces olvidamos lo que somos, cristianos que han de…. bla, bla,…. Zzzz…. Zzzz…”.

Por no pegarle dos hostias consagradas en la cara me sumergí de nuevo en el torrente subconsciente y con vida propia que continuamente ocupaba mi mente, pues sus palabras eran como zumbidos de mosca para mis oídos. La muy pícara de Verónica, consciente del martilleo que aún producía mi pene en su columna, comenzó a moverse. Ella estaba delante de mí, dándome la espalda, y yo muy pegado, la cogía por los hombros. Ella se meneaba muy insinuante pero discreta. Yo agarré uno de sus senos poderosos por debajo del abrigo y por encima de una camiseta de algodón negra. Afortunadamente, el jersey lo había dejado en el coche. Me cogió mi propia mano que acariciaba su seno y la apretó haciendo que esta presión incumbiese también a su pecho. Tras él se encontraba su corazón desbocado. Jadeaba muy, muy dulce y suavemente, y no cesaba de menearse. Yo, por un lado estaba excitado como un toro bravo ante una ternera en celo, y por otro corrido de vergüenza puesto que los hijos de puta de los enterradores estaban tras de mí. Seguro que nos señalaban con el dedo y hacían comentarios obscenos. Mas la erección no bajaba, y sentía mi pene latir con vida propia. Iba a reventar. Sonreí interiormente al recordar un chiste que comparaba uno de éstos con el cuello de un cantaor de flamenco. Aunque seguía aferrado a Verónica, decidí procurar prestar atención a la sarta de gilipolleces del cura.

“…bla, bla, bla, zzzz… Zzzz… y recordad que es vuestro santo. Peter, es ahora vuestro santo. Pedidle cosas, que él… zzzz…”.

¿Que le pidiésemos cosas? El cura iba de tripi, seguro. Volvió a abrir el enorme libro rojo y siguió leyendo:

“Dios todopoderoso ha llamado a nuestro hermano, y nosotros ahora enterramos su cuerpo, para que vuelva a la tierra de donde fue sacado. Con la fe puesta en la resurrección de Cristo, primogénito de los muertos, creemos que él transformará nuestro cuerpo humillado, y lo hará semejante a su cuerpo glorioso. Por eso encomendamos nuestro hermano al Señor, para que lo resucite en el último día y le admita en la paz de su Reino”.

Pope seguía alucinando con su juego, mi pene más erecto que nunca, Verónica más excitada, los hermanos más afligidos, y el padre se acababa de desplomar irrumpiendo en un llanto casi místico, de amor verdadero.

“Pidamos por nuestro hermano a Jesucristo, que ha dicho: ‘Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá, y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre’. Señor, tú que lloraste sobre la tumba de Lázaro, dígnate enjugar nuestras lágrimas. Todos, te lo pedimos, Señor”.

Me parecía increíble, pero pedía colaboración y participación. ¡Que hubiese llevado él un coro!

“Tú que resucitaste a los muertos, dígnate dar la vida eterna a nuestro hermano. Todos, por favor, te lo pedimos, Señor”.

Esta vez sí se arrancaron algunos, los más papeleros, esos que se llamaban a sí mismos piadosos y se cagaban en Dios y la Virgen Puta en cuanto les parecía bien o les salía de los cojones y los ovarios.

“Tú que perdonaste en la cruz al buen ladrón y le prometiste el paraíso, dígnate perdonar y llevar al cielo a nuestro hermano. Te lo pedimos, Señor. Tú que has purificado a nuestro hermano en el agua del Bautismo y lo ungiste con el óleo de la Confirmación, dígnate admitirlo entre tus santos y elegidos. Te lo pedimos, Señor. Tú que alimentaste a nuestro hermano con tu Cuerpo y tu Sangre, dígnate también admitirlo en la mesa de tu Reino. Te lo pedimos, Señor. Y a nosotros, que lloramos su muerte, dígnate confortarnos con la fe y la esperanza de la vida eterna. Te lo pedimos, Señor”.

No podía aguantar más, así que cogí a Verónica del brazo y me la llevé de allí simulando que el dolor me impedía permanecer ante el sepulcro. Me cubrí el rostro con una mano y agaché la cabeza, agarrando a Vero de un brazo y tirando de ella hacia algún lugar menos concurrido. Me había equivocado, pues lejos de prestarnos atención, los enterradores estaban cada uno a su bola. Mientras me alejaba, todavía oí el sermón del falso predicador:

“Padre nuestro, que atento siempre a las súplicas de tus fieles, escuchas los deseos de nuestro corazón, concede a tu siervo Peter, cuyo cuerpo vamos a depositar en la tierra, participar con tus santos y elegidos de la recompensa de la gloria”.

Me giré y vi a los enterradores dirigirse hacia mi compañero muerto. Sentí vergüenza de estar empalmado.

“Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre. Venga a nosotros Tu Reino. Hágase tu Voluntad, así en la Tierra como en el Cielo. El pan nuestro de cada día, dánosle hoy y perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del Mal”.

Y todos: Amén.

El fastuoso panteón de los Ilmos. y Exmos. Señores Marqueses de xxx nos ofreció el regazo de la sombra de su cúpula involuntariamente. Abrí el largo abrigo de Vero y la despojé del pantalón oscuro de lana que le regalé en algún cumpleaños o fecha especial y que se ponía porque a mí me encantaba. En mi opinión, le daba aspecto de mujer madura y seria, y eso en ella me volvía loco. En mi caso sólo tuve que bajar la cremallera de los míos y desabotonar los calzoncillos, tipo boxer y muy ajustados. Le hice a un lado las bragas de encaje, levanté un poco su pierna derecha con mi brazo y arremetí, porque este es el término más adecuado para describir lo que hice.

Ella era un volcán y su fruto el cráter por donde la lava estaba más cerca del exterior. Ella era un panal, y dulce y sedosa miel su flujo que acogía aquella profanación del alma con gozo y júbilo, abiertamente y sin barreras. Con mi abrigo de cuero y el suyo formamos una especie de frágil parapeto, y nos abrazábamos como si la Muerte estuviese acechando para señalarnos con su embriagador aliento el camino perpetuo. Fue entonces cuando volví a experimentar sensaciones inexplicables que jamás con anterioridad había sentido. Millares de imágenes se agolpaban en mi cerebro. Cientos de emociones bullían en mi corazón. Decenas de sensaciones quemaban mi cuerpo. Ella gemía dentro de mi boca. Yo gemía todo dentro de ella.

-¿Por qué no habéis estado cuando lo tapaban? -dijo una voz extrañamente nasal desde algún sitio entre las piedras. Era el cabrón de Pope, que si mis cuentas no fallaban, a esas horas se habría metido al menos dos gramos de coca. Paramos nuestro sigiloso y cómplice movimiento siguiendo fundidos en un abrazo. Estábamos seguros de que nos había pillado jodiendo en el entierro de un buen amigo común. Sin razón aparente en aquel momento, ni explicación en momentos posteriores, me eché a llorar en el hombro de Verónica.

Lloré como creo que no lo hice nunca. Hasta la mujer que quería se sorprendió.

-Tranquilo, hombre, si al final todos vamos al hoyo -trató de consolarme Pope mientras se iba a alguna parte-. Era un tío cojonudo, ¿verdad? Ahora si me disculpáis, iré al tocador a empolvarme la nariz.

¿Que por qué lloré? No lo sé. Ni siquiera pude explicárselo al amor de mi vida en aquellos momentos. O tal vez no quise admitirlo. Creo que tenía miedo.

Miedo.

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Mis Putas y Yo (Memorias Tristes).

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Las Crónicas de las Noches 2. Vida y obra de Frankie el Francés. Basado en hechos reales.


La habitación daba tanto asco como pena.

Claro, que por el precio que se abonaba por el alojamiento –mínimo una hora, máximo todo el tiempo que uno pudiese pagar no superando las dos mil quinientas por día-, no se podía ni quejar, ni pedir más, ni exigir nada.

Una pensión, o cualquier motelucho no ya de carretera, sino de camino de piedra, cabras y barro, tendrían más dignidad que aquella cochiquera. Lo de las cucarachas, ratas y pulgas era de ordinario lo habitual, llegando a encontrarse con mayor asiduidad de lo decentemente aceptable garrapatas como níscalos. Era uno de los inconvenientes del acceso no restringido a gatos y perros y otros animales de compañía. Coño, si uno quería practicar zoofilia, que se fuese al parque zoológico…

Cien duros la hora tenían la culpa de todo. Cualquier gilipollas con esa mierda se metía allí. En una cosa sí que era inflexible el regente: No más de cuatro por habitación –si es que a aquello se le podía llamar así-, ya fuesen seres vivos –de cualquier clase, especie y condición-, u objetos inanimados. Las sábanas iban aparte, y el condón, caso de ser necesario, que lo pusiera cada cual.

No había dinero en el mundo para pagarme por dormir encima de una de aquellas sábanas… Ni debajo. Eran como el papel de las magdalenas, de rígidas, tiesas y marrones.

Sobre la mesita desvencijada, una botella vacía tirada. Y restos de juerga sucia, de coca, de chunga diversión. En el camastro cochambroso, con cientos de generaciones perdidas resecadas en círculos costrosos y amarillentos, el Jefe dormía plácidamente, diríase que como un niño, con lo difícil que es en la edad adulta, bocabajo, con una mujer negra, muy negra, como boca de lobo, prostituta por más señas, algo pasada de peso, exuberante, también dormida, pero algo más incómoda, bocarriba, desparramada, despatarrada. Ambos desnudos, completamente.

Los ropajes que habían llevado la jornada anterior, tirados por los suelos, junto con la cartera del Jefe, la placa desprendida, la pistola. Y el teléfono.

Había tenido la precaución de esposar a la señora a la cama, al cabecero, de una mano. Sonó el móvil. Y otra vez. Seguía insistiendo. Al Jefe, cuando se colocaba a gusto, le costaba mucho despertarse. Sin abrir los ojos palpando tanteó la superficie de la mesita tirándolo todo revolviéndolo con lo del suelo. Contrariado, tuvo que rodar hasta el mismo y gatear hasta cogerlo.

-Sí… -contestó totalmente grogui. Ido.

-Jefe –soltó la voz al otro lado. Era Romero, alias el Jach-. Tiene que venir cuanto antes. Hay chicha…

-Qué cojones pasa, Romero. Acabas de despertarme… -le anunció lo evidente, algo más despabilado.

-Lo siento, Jefe. Pero esto es urgente…

-Dónde estás…

-En el Polígono Sur, Jefe. En el callejón del Vudu…

-Vale. Ahora voy…

Intentó apagar el teléfono, y al ir a dejarlo sobre la mesita desvencijada se le cayó, perdiendo la tapa, la batería, y la tarjeta interna, desguazándolo. Aún en el suelo, a cuatro patas, gustó de hacerse el remolón unos momentos más, hasta que consideró que no le quedaba otra que levantarse.

Se sentía hecho polvo. Estaba hecho polvo. Y desnudo. Ridículamente desnudo. O no.

No tenía mal cuerpo para un cuarentón. No muy definido, pero la coca le mantenía en forma, por aquello de matarle el hambre. Y bien conservado. Por el alcohol, pensaba él. Además, la cosa le funcionaba. Solía funcionarle. Y bastante bien, aunque había tenido estrepitosos fracasos. Pero esos no contaban. Lo que contaba era que solía funcionarle. Sus buenos gramos le costaba.

Se dirigía al baño, si baño se le podía llamar al lavabo empotrado en una pared donde todo el mundo se lavaba, esputaba y orinaba. Si curioso resultaba observar cómo el varón procedía con la limpieza del miembro pre fellatio, más aún el remojo de la hembra que succionaba, cuando con manos y aparato hacía vacío. Y por la apertura imposible y elevación de una sola pierna, generalmente.

Para aguas mayores contaba el establecimiento con una taza con biombo al fondo de un pasillo oscuro tachonado de puertas de cartón descascarilladas. Se precisa decir, que muchos cagaban en una bolsa antes que usarlo, por el tiempo que hacía que no se aseaba y por lo que se pudiere encontrar.

Se rascaba el cuerpo como un mono, el Jefe, y se llevaba las manos a la cabeza, aliviando toda clase de picores y ronchones. Mirándose en el trozo de pared frente a la cubeta donde antaño había habido un espejo, que se adivinaba por las diferentes tonalidades, abrió el grifo encalado por el agua dura. Metió una mano bajo el chorro, turbio y negruzco, escupió, gargajeó, meó viendo divertido cómo se entremezclaba el orín cargado con la cascada de ciénaga, y se refrescó un poco al acabar la micción. Mojándose el pelo, para repeinarlo con los dedos, se le quedó como si se lo hubiese untado de esperma almacenado durante mucho tiempo. Y la cosa le hizo gracia. Luego, al aire, se le acartonaría.

Volvió a la cama. La puta estaba despierta. Era toda generosidad. Y parecía magullada. Tenía unos pechos que la desbordaban. Tampoco hacía alarde de buena cara, de la vuelta de la juerga, de la bajada. Y algo de genética también había. No es que fuera fea, sino muy acentuada…

Si uno se fijaba, advertía hematomas bajo aquella piel de ébano.

El Jefe se plantó a los pies del catre, contemplándola.

-Bueno… -comenzó, con la voz pastosa. Sólo le hubiese faltado, para rematar, haber hecho gárgaras-. ¿Qué tal si me das un poquito más de ti para empezar bien el día?

La sonrisa ficticia de ella parecía una mueca horrible. Sobreactuaba.

-Dos mil chupá. Tres mil follá–recitó-. Folla culo. Folla culo. –Era del África profunda, y a veces se preguntaba que qué cojones hacía aquí, en el primer mundo.

El Jefe rebuscó con los pies entre toda la mierda del suelo, hasta que encontró su pipa en su funda. Se agachó para cogerla y la extrajo. Luego se aproximó del lado de la cama de la muchacha, que no tendría ni veinte años, y le reventó la cara con la culata.

Le hizo daño. Y la muchacha se quejó, aunque con voz queda, y en su idioma. No había olvidado lo hijoputa que podía llegar a ser el cliente. Y que seguía engrilletada al cabecero.

Lo había hecho, el Jefe, para usarla, como tenía por costumbre hacer de vez en cuando con las que se dejaban o con las que engañaba. A casi todas tenía que engañarlas. Pero luego la había mantenido presa, mientras descansaban, porque no se fiaba. No habría sido la primera vez que la puta se había levantado en medio de la noche, con sigilo, y le había desplumado todo entero, como a un pardillo cualesquiera, despertando bien entrada la mañana y sintiéndose un completo gilipollas. Una incluso le birló la pistola y la placa.

-¿Dos mil chupá, puta? –le dijo con desprecio.

La negra rompió a lloriquear, pero como para sí. Entonces el Jefe le arrimó la polla –excitado, por la sangre y la queja- a los labios gruesos y carnosos, y la automática a la sien.

Y la amartilló.

-Ya estás chupando, puta –le soltó, desafiante-. Y ojito con los dientes…

La muchacha abrió la boca y empezó a chupar, llorando y sorbiendo los mocos.

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Las Crónicas de las Noches 2. Vida y obra de Frankie el Francés. Basado en hechos reales.


Celebración

0/4

Me follé a una mujer increíble. Y ella me folló a mí. Y me ciño únicamente a lo físico, a la materia, a lo superficial. Porque apenas la conocía. Sólo sabía cómo le gustaba que le diesen. Y cómo las chupaba. A mí, por lo menos. Y cómo se metía las rayas, por pares. Y sus combinados preferidos. Y la exuberancia de sus curvas y lo cálido de su piel. Y que cuando la tocaba y la olía el mundo dejaba de existir. Y que era inspectora de policía. De la Judicial.

El conocimiento nos hace libres. Y superiores. Es cierto, desde un plano meramente espiritual, acotador y restrictivo, lo que dicen algunos de los que se erigen en padres de la Iglesia, que es que la ignorancia es la que nos sume en la felicidad, pues la luz del amor a la sapiencia nos amplía el horizonte, mas nos convierte en inconformistas, ilusos, esperanzados, nos insta a salirnos del redil, del fondo de la cueva de la que hablaba Platón. El conocimiento nos devora a medida que se nos va dando, y nos aleja de esa dicha que mana estanca de la simpleza, la sencillez. Pero… ¿quién quiere ser feliz? Yo sólo aspiro, en momentos como este de plenitud vital, a estar, a sentir, a existir y a no privarme de nada de lo que no quiera privarme. A tomar lo que la vida, magnánima, maravillosa, me ofrezca, tanto en la forma y en la materia como en la esencia, lo complejo y lo abstracto, de la mano de las mentes y los corazones de los que pasaron por aquí antes que yo y lo brindaron como ofrenda en ese universo intangible que se abre a aquel que sabe buscarlo…

Y allí estaba, era y me encontraba. El silencio era absoluto. Mi silencio interior. De fondo retumbaban las paredes con las vibraciones de los ritmos que los DJ’s pinchaban en la fiesta exclusiva de presentación de alguna pollada de producto de lujo. Me había retirado un poco a uno de los enormes baños, para relajarme, meditar y encontrarme conmigo mismo. A uno de los baños de mármol y espejos, donde podría vivir una familia media instalando una cocina y colchones en el suelo. Y una tele. Miraba mi reflejo en uno de ellos mientras dejaba correr el agua de la grifería dorada. No creo que fuesen de oro. Los habrían robado, por muy mingitorio de pijos que fuese. Es lo que tiene el oro, que es muy goloso, y que cualquiera pierde la cabeza por él, aunque no lo necesite. Miraba mi reflejo abstraído, con mi cabeza perfectamente rapada, bien afeitado, la perilla recortada al milímetro, el caro traje de Hugo Boss que me había enfundado…

Siempre me he preguntado dónde reside la clave del éxito. Cómo conseguirlo y sobre todo cómo proyectarlo de la manera que más nos convenga en cada momento. Difundir su efecto y entusiasmo y dejarlo correr por sí solo, y qué es lo que la gente capta de nosotros a pesar de nosotros mismos. Aunque lo cierto es que la gente siempre o casi siempre me ha importado una mierda. La gente a la que no quiero, se entiende. Pero es necesario el intercambio, el uso de ella y el hacerles creer que hacen uso de ti. Es lo que tiene este juego que es la vida, y sobre todo la que yo he elegido, que en ocasiones hay que sacrificar algunos peones para comerte una dama…

Algún cretino abrió la puerta de golpe, incontrolado, eufórico, evidentemente pasado de keta. La música dance entró con él, inundándolo todo y rompiendo la serenidad, la armonía de mi contexto, interrumpiendo mis divagaciones. Tuvo que ser la cara que puse, y lo que vio ante él, que trastabillado y tartamudeando balbució varias excusas y un par de ‘ya no tengo ganas, lo siento mucho’, yéndose por donde hubo llegado cerrando la pesada puerta tras de sí y devolviendo la quietud a mi improvisado templo, remanso de paz y virtud. En situaciones como aquella se asentaba en mí el convencimiento de que mi aspecto, mi mirada y mi apariencia en general imponían, inferían respeto, intimidaban. He tenido suerte, sí, lo reconozco, mucha suerte, no puedo quejarme. Pero también ha habido mucho trabajo detrás, en la sombra. Y es que difícilmente se logra lo anhelado sin grandes esfuerzo y sacrificio, sin una inmensa dedicación. Cada vez que recordaba que veinticuatro horas antes me había cepillado al Loco, al Niño, y a los gitanos… Podría haber sido yo el fiambre, pero no lo era. Así que tenía que celebrar la vida, aferrarme a ella con uñas y dientes para que no se me escapase, por si pretendían arrebatármela obstaculizarlo con voluntad y determinación férreas…

La mujer se incorporó, pegada a todo mi cuerpo con su cuerpo durante el recorrido, muy despacio, restregándose, frotando sus perfectos pechos con mi pecho y empujando con sus caderas contra mi miembro erecto agarrada a mi culo y atrayéndolo hacia sí. Tenía unas formas espectaculares, muy armoniosas, esbeltas, generosas en las zonas erógenas clásicas y unas piernas delgadas y muy definidas, como a mí me gustaban. Porque como Bukowsky, yo también era un hombre de piernas… Me comió la boca con hambre y humedad. Estaba lista. Algo en el fondo de sus ojos me transmitía que una vez no había sido guapa. Que una vez se había sentido desgraciada, despreciada. Y que nadie la había querido. Era evidente que tras aquel cuerpo existía una gran inversión. En trabajo. En sacrificios. Y en artificios. Muchas horas de gimnasio. Mucha hambre pasada. Y unos cuantos millones en cirugía. Pero vamos, desde mi punto de vista, en aquel momento, en el que apenas sabía su nombre, con la fiesta dentro del cuerpo y el miembro viril fuera de él, me pareció estupenda, perfecta, cojonuda, sin ver más allá de la estrecha cintura, las caderas redondeadas, el tanga brasileño a juego con las medias, mis manos en sus glúteos torneados apretando y levantando el vestidito y los pezones juguetones de sus senos esféricos bronceados de cabina en mi boca. La vehemencia me empujaba a perderme en ella del todo. Quería comerla, hundirme y fundirme en ella y con ella, penetrarla, sentirla y poseerla, en cuerpo y alma, lamerla por entero, sin tiempo, todos y cada uno de los poros de su piel, morirme mientras creábamos la conjunción del perfecto ayuntamiento… -Espera, espera… -tuve que pararla, que con el reducido vestido por el ombligo y la lencería arrancada a pedazos pretendía cabalgarme allí mismo, la potra salvaje-. Tengamos un respiro y tomemos esto, no vaya a ser que con tanta pasión se desperdicie… Me metí una de las rayas –de mi parte del botín de los gitanos-, material de primera, que había extendido sobre el mármol de los lavabos corridos mientras ella estuvo de rodillas. Seguía restregándose contra mí, en un abrazo imposible, devastador, manejando su mano sobre mi evidencia. Sentía el glande latente, henchido, independiente, con vida propia. Quería comerse el mundo. Le pasé el tubo de plata. Lo cogió y se agachó para meterse la suya. Me dejó prendado. Hipnotizado. La retuve suavemente, impidiendo que se reincorporase. Los pechos, aplastados contra la tibia superficie pétrea templada con nuestros efluvios, desbordaban su contorno, erectos, divinos, fundiendo el plomo de las tuberías. -Dios, qué culo… -me pareció susurrar, rebasando mis propios pensamientos. Podría haber escrito cien libros. Y no yo, cualquier otro que valiese, pero no serían suficientes para expresar aquello que estaba ante mí y lo que me provocaba. Dios, qué culo… Y qué vulva, expuesta… La liberé, mas la mujer permaneció así, como yo la había sometido con dulzura, contoneándose muy, muy sensualmente. Puse mis manos alrededor de su cintura, que casi la circunvalaban. Y entré en el paraíso, con amor concreto, con suavidad, con devoción de beato, y el paraíso me mostró la Gloria albergándome, preñándome de maná, colmándome de melada. He tenido suerte, sí. Lo reconozco. Fue aquella una buena noche. Una noche gloriosa, para enmarcar en lo más íntimo del pensamiento.

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El hombre solitario (con perro). Libro Tercero, Memorias de un enterrador.


Libro Tercero.

Habían hecho el amor tres veces. Seguidas. Aquella noche. El hombre no podía más. La había amado con todo su ser. Y ella no decía nada. Había gozado tanto o más que él, o eso al menos, quería pensar mientras caminaba desnudo hacia el pequeño refrigerador en busca de algún bocado, o de algún trago de algo fresquito. Ella no querría, seguramente. Parecía dormida. Parecía gozosa, satisfecha. Parecía un ángel caído del cielo.

Fue una auténtica desgracia. La muchacha se encontraba en lo mejor de la vida. Una vida colmada de planes. De proyectos. De ilusiones. Hasta que todo se truncó. Hasta que la muerte se la arrancó de cuajo. Y rompió todo lo que la muchacha quería, destrozó a todos los que la amaban o alguna vez la habían amado. Pero son cosas que pasan. Aunque todos rogamos para que no sea a nosotros.

En la madrugada siguiente, el hombre gris del Obispado se lo comunicó a Baldomero, el último enterrador romántico, -que pensaban algunos que le conocían-, el único del cementerio parroquial de Xxxxxxxxxxxx, -bajo la administración de la Sacramental de Xxx Xxxxx, la mía-, y le entregó la documentación. La muchacha se enterraría aquella misma tarde en la sepultura propiedad de sus abuelos, y había que abrirla para comprobar que hubiera sitio. Caso de no haberlo, de que no cupiera, habría que reducir un cuerpo, el de la abuela, la última enterrada. Baldomero y Chisco, una cachorrilla grande y desgarbada aún, pero fiel y leal desde el día que la recogió de los contenedores de basura, se fueron a la tarea. El hombre del Obispado, a lo suyo, gris y somnoliento. Como cada día.

Se tumbó a su lado. Había bebido un poco de leche fresca. Ella no quiso. No respondió, por lo que dedujo que no quería, o que se había adormilado. Se estaba quedando fría, por lo que le echó la sábana por encima. Y se pegó a ella. Arrimó su ser desnudo al de ella. Era poseedora de un cuerpo de infarto, que provocaba vértigo en quien lo contemplaba, lo acariciaba, lo tomaba. Y ella no dijo nada. Chisco se revolvió inquieta en su mantita, al escuchar un imperceptible ruido que enseguida desechó. Gruñó irguiendo las orejitas todavía sin definir. Y volvió a su sueño, desechando el conato de posible peligro. Baldomero tuvo otra erección. Era algo que no podía controlar teniendo una mujer tan bonita a su lado. -Cristina… –le susurró al oído meloso. Comenzó a mover las caderas contoneándose, lentamente, con suavidad, separando los glúteos duros de la mujer levemente con las manos, abriéndose camino, poco a poco, suave. Ella no dijo nada.