Las Crónicas de las Noches 2. Vida y obra de Frankie el Francés. Basado en hechos reales.


La habitación daba tanto asco como pena.

Claro, que por el precio que se abonaba por el alojamiento –mínimo una hora, máximo todo el tiempo que uno pudiese pagar no superando las dos mil quinientas por día-, no se podía ni quejar, ni pedir más, ni exigir nada.

Una pensión, o cualquier motelucho no ya de carretera, sino de camino de piedra, cabras y barro, tendrían más dignidad que aquella cochiquera. Lo de las cucarachas, ratas y pulgas era de ordinario lo habitual, llegando a encontrarse con mayor asiduidad de lo decentemente aceptable garrapatas como níscalos. Era uno de los inconvenientes del acceso no restringido a gatos y perros y otros animales de compañía. Coño, si uno quería practicar zoofilia, que se fuese al parque zoológico…

Cien duros la hora tenían la culpa de todo. Cualquier gilipollas con esa mierda se metía allí. En una cosa sí que era inflexible el regente: No más de cuatro por habitación –si es que a aquello se le podía llamar así-, ya fuesen seres vivos –de cualquier clase, especie y condición-, u objetos inanimados. Las sábanas iban aparte, y el condón, caso de ser necesario, que lo pusiera cada cual.

No había dinero en el mundo para pagarme por dormir encima de una de aquellas sábanas… Ni debajo. Eran como el papel de las magdalenas, de rígidas, tiesas y marrones.

Sobre la mesita desvencijada, una botella vacía tirada. Y restos de juerga sucia, de coca, de chunga diversión. En el camastro cochambroso, con cientos de generaciones perdidas resecadas en círculos costrosos y amarillentos, el Jefe dormía plácidamente, diríase que como un niño, con lo difícil que es en la edad adulta, bocabajo, con una mujer negra, muy negra, como boca de lobo, prostituta por más señas, algo pasada de peso, exuberante, también dormida, pero algo más incómoda, bocarriba, desparramada, despatarrada. Ambos desnudos, completamente.

Los ropajes que habían llevado la jornada anterior, tirados por los suelos, junto con la cartera del Jefe, la placa desprendida, la pistola. Y el teléfono.

Había tenido la precaución de esposar a la señora a la cama, al cabecero, de una mano. Sonó el móvil. Y otra vez. Seguía insistiendo. Al Jefe, cuando se colocaba a gusto, le costaba mucho despertarse. Sin abrir los ojos palpando tanteó la superficie de la mesita tirándolo todo revolviéndolo con lo del suelo. Contrariado, tuvo que rodar hasta el mismo y gatear hasta cogerlo.

-Sí… -contestó totalmente grogui. Ido.

-Jefe –soltó la voz al otro lado. Era Romero, alias el Jach-. Tiene que venir cuanto antes. Hay chicha…

-Qué cojones pasa, Romero. Acabas de despertarme… -le anunció lo evidente, algo más despabilado.

-Lo siento, Jefe. Pero esto es urgente…

-Dónde estás…

-En el Polígono Sur, Jefe. En el callejón del Vudu…

-Vale. Ahora voy…

Intentó apagar el teléfono, y al ir a dejarlo sobre la mesita desvencijada se le cayó, perdiendo la tapa, la batería, y la tarjeta interna, desguazándolo. Aún en el suelo, a cuatro patas, gustó de hacerse el remolón unos momentos más, hasta que consideró que no le quedaba otra que levantarse.

Se sentía hecho polvo. Estaba hecho polvo. Y desnudo. Ridículamente desnudo. O no.

No tenía mal cuerpo para un cuarentón. No muy definido, pero la coca le mantenía en forma, por aquello de matarle el hambre. Y bien conservado. Por el alcohol, pensaba él. Además, la cosa le funcionaba. Solía funcionarle. Y bastante bien, aunque había tenido estrepitosos fracasos. Pero esos no contaban. Lo que contaba era que solía funcionarle. Sus buenos gramos le costaba.

Se dirigía al baño, si baño se le podía llamar al lavabo empotrado en una pared donde todo el mundo se lavaba, esputaba y orinaba. Si curioso resultaba observar cómo el varón procedía con la limpieza del miembro pre fellatio, más aún el remojo de la hembra que succionaba, cuando con manos y aparato hacía vacío. Y por la apertura imposible y elevación de una sola pierna, generalmente.

Para aguas mayores contaba el establecimiento con una taza con biombo al fondo de un pasillo oscuro tachonado de puertas de cartón descascarilladas. Se precisa decir, que muchos cagaban en una bolsa antes que usarlo, por el tiempo que hacía que no se aseaba y por lo que se pudiere encontrar.

Se rascaba el cuerpo como un mono, el Jefe, y se llevaba las manos a la cabeza, aliviando toda clase de picores y ronchones. Mirándose en el trozo de pared frente a la cubeta donde antaño había habido un espejo, que se adivinaba por las diferentes tonalidades, abrió el grifo encalado por el agua dura. Metió una mano bajo el chorro, turbio y negruzco, escupió, gargajeó, meó viendo divertido cómo se entremezclaba el orín cargado con la cascada de ciénaga, y se refrescó un poco al acabar la micción. Mojándose el pelo, para repeinarlo con los dedos, se le quedó como si se lo hubiese untado de esperma almacenado durante mucho tiempo. Y la cosa le hizo gracia. Luego, al aire, se le acartonaría.

Volvió a la cama. La puta estaba despierta. Era toda generosidad. Y parecía magullada. Tenía unos pechos que la desbordaban. Tampoco hacía alarde de buena cara, de la vuelta de la juerga, de la bajada. Y algo de genética también había. No es que fuera fea, sino muy acentuada…

Si uno se fijaba, advertía hematomas bajo aquella piel de ébano.

El Jefe se plantó a los pies del catre, contemplándola.

-Bueno… -comenzó, con la voz pastosa. Sólo le hubiese faltado, para rematar, haber hecho gárgaras-. ¿Qué tal si me das un poquito más de ti para empezar bien el día?

La sonrisa ficticia de ella parecía una mueca horrible. Sobreactuaba.

-Dos mil chupá. Tres mil follá–recitó-. Folla culo. Folla culo. –Era del África profunda, y a veces se preguntaba que qué cojones hacía aquí, en el primer mundo.

El Jefe rebuscó con los pies entre toda la mierda del suelo, hasta que encontró su pipa en su funda. Se agachó para cogerla y la extrajo. Luego se aproximó del lado de la cama de la muchacha, que no tendría ni veinte años, y le reventó la cara con la culata.

Le hizo daño. Y la muchacha se quejó, aunque con voz queda, y en su idioma. No había olvidado lo hijoputa que podía llegar a ser el cliente. Y que seguía engrilletada al cabecero.

Lo había hecho, el Jefe, para usarla, como tenía por costumbre hacer de vez en cuando con las que se dejaban o con las que engañaba. A casi todas tenía que engañarlas. Pero luego la había mantenido presa, mientras descansaban, porque no se fiaba. No habría sido la primera vez que la puta se había levantado en medio de la noche, con sigilo, y le había desplumado todo entero, como a un pardillo cualesquiera, despertando bien entrada la mañana y sintiéndose un completo gilipollas. Una incluso le birló la pistola y la placa.

-¿Dos mil chupá, puta? –le dijo con desprecio.

La negra rompió a lloriquear, pero como para sí. Entonces el Jefe le arrimó la polla –excitado, por la sangre y la queja- a los labios gruesos y carnosos, y la automática a la sien.

Y la amartilló.

-Ya estás chupando, puta –le soltó, desafiante-. Y ojito con los dientes…

La muchacha abrió la boca y empezó a chupar, llorando y sorbiendo los mocos.

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Las Crónicas de las Noches 2. Vida y obra de Frankie el Francés. Basado en hechos reales.


Celebración

0/4

Me follé a una mujer increíble. Y ella me folló a mí. Y me ciño únicamente a lo físico, a la materia, a lo superficial. Porque apenas la conocía. Sólo sabía cómo le gustaba que le diesen. Y cómo las chupaba. A mí, por lo menos. Y cómo se metía las rayas, por pares. Y sus combinados preferidos. Y la exuberancia de sus curvas y lo cálido de su piel. Y que cuando la tocaba y la olía el mundo dejaba de existir. Y que era inspectora de policía. De la Judicial.

El conocimiento nos hace libres. Y superiores. Es cierto, desde un plano meramente espiritual, acotador y restrictivo, lo que dicen algunos de los que se erigen en padres de la Iglesia, que es que la ignorancia es la que nos sume en la felicidad, pues la luz del amor a la sapiencia nos amplía el horizonte, mas nos convierte en inconformistas, ilusos, esperanzados, nos insta a salirnos del redil, del fondo de la cueva de la que hablaba Platón. El conocimiento nos devora a medida que se nos va dando, y nos aleja de esa dicha que mana estanca de la simpleza, la sencillez. Pero… ¿quién quiere ser feliz? Yo sólo aspiro, en momentos como este de plenitud vital, a estar, a sentir, a existir y a no privarme de nada de lo que no quiera privarme. A tomar lo que la vida, magnánima, maravillosa, me ofrezca, tanto en la forma y en la materia como en la esencia, lo complejo y lo abstracto, de la mano de las mentes y los corazones de los que pasaron por aquí antes que yo y lo brindaron como ofrenda en ese universo intangible que se abre a aquel que sabe buscarlo…

Y allí estaba, era y me encontraba. El silencio era absoluto. Mi silencio interior. De fondo retumbaban las paredes con las vibraciones de los ritmos que los DJ’s pinchaban en la fiesta exclusiva de presentación de alguna pollada de producto de lujo. Me había retirado un poco a uno de los enormes baños, para relajarme, meditar y encontrarme conmigo mismo. A uno de los baños de mármol y espejos, donde podría vivir una familia media instalando una cocina y colchones en el suelo. Y una tele. Miraba mi reflejo en uno de ellos mientras dejaba correr el agua de la grifería dorada. No creo que fuesen de oro. Los habrían robado, por muy mingitorio de pijos que fuese. Es lo que tiene el oro, que es muy goloso, y que cualquiera pierde la cabeza por él, aunque no lo necesite. Miraba mi reflejo abstraído, con mi cabeza perfectamente rapada, bien afeitado, la perilla recortada al milímetro, el caro traje de Hugo Boss que me había enfundado…

Siempre me he preguntado dónde reside la clave del éxito. Cómo conseguirlo y sobre todo cómo proyectarlo de la manera que más nos convenga en cada momento. Difundir su efecto y entusiasmo y dejarlo correr por sí solo, y qué es lo que la gente capta de nosotros a pesar de nosotros mismos. Aunque lo cierto es que la gente siempre o casi siempre me ha importado una mierda. La gente a la que no quiero, se entiende. Pero es necesario el intercambio, el uso de ella y el hacerles creer que hacen uso de ti. Es lo que tiene este juego que es la vida, y sobre todo la que yo he elegido, que en ocasiones hay que sacrificar algunos peones para comerte una dama…

Algún cretino abrió la puerta de golpe, incontrolado, eufórico, evidentemente pasado de keta. La música dance entró con él, inundándolo todo y rompiendo la serenidad, la armonía de mi contexto, interrumpiendo mis divagaciones. Tuvo que ser la cara que puse, y lo que vio ante él, que trastabillado y tartamudeando balbució varias excusas y un par de ‘ya no tengo ganas, lo siento mucho’, yéndose por donde hubo llegado cerrando la pesada puerta tras de sí y devolviendo la quietud a mi improvisado templo, remanso de paz y virtud. En situaciones como aquella se asentaba en mí el convencimiento de que mi aspecto, mi mirada y mi apariencia en general imponían, inferían respeto, intimidaban. He tenido suerte, sí, lo reconozco, mucha suerte, no puedo quejarme. Pero también ha habido mucho trabajo detrás, en la sombra. Y es que difícilmente se logra lo anhelado sin grandes esfuerzo y sacrificio, sin una inmensa dedicación. Cada vez que recordaba que veinticuatro horas antes me había cepillado al Loco, al Niño, y a los gitanos… Podría haber sido yo el fiambre, pero no lo era. Así que tenía que celebrar la vida, aferrarme a ella con uñas y dientes para que no se me escapase, por si pretendían arrebatármela obstaculizarlo con voluntad y determinación férreas…

La mujer se incorporó, pegada a todo mi cuerpo con su cuerpo durante el recorrido, muy despacio, restregándose, frotando sus perfectos pechos con mi pecho y empujando con sus caderas contra mi miembro erecto agarrada a mi culo y atrayéndolo hacia sí. Tenía unas formas espectaculares, muy armoniosas, esbeltas, generosas en las zonas erógenas clásicas y unas piernas delgadas y muy definidas, como a mí me gustaban. Porque como Bukowsky, yo también era un hombre de piernas… Me comió la boca con hambre y humedad. Estaba lista. Algo en el fondo de sus ojos me transmitía que una vez no había sido guapa. Que una vez se había sentido desgraciada, despreciada. Y que nadie la había querido. Era evidente que tras aquel cuerpo existía una gran inversión. En trabajo. En sacrificios. Y en artificios. Muchas horas de gimnasio. Mucha hambre pasada. Y unos cuantos millones en cirugía. Pero vamos, desde mi punto de vista, en aquel momento, en el que apenas sabía su nombre, con la fiesta dentro del cuerpo y el miembro viril fuera de él, me pareció estupenda, perfecta, cojonuda, sin ver más allá de la estrecha cintura, las caderas redondeadas, el tanga brasileño a juego con las medias, mis manos en sus glúteos torneados apretando y levantando el vestidito y los pezones juguetones de sus senos esféricos bronceados de cabina en mi boca. La vehemencia me empujaba a perderme en ella del todo. Quería comerla, hundirme y fundirme en ella y con ella, penetrarla, sentirla y poseerla, en cuerpo y alma, lamerla por entero, sin tiempo, todos y cada uno de los poros de su piel, morirme mientras creábamos la conjunción del perfecto ayuntamiento… -Espera, espera… -tuve que pararla, que con el reducido vestido por el ombligo y la lencería arrancada a pedazos pretendía cabalgarme allí mismo, la potra salvaje-. Tengamos un respiro y tomemos esto, no vaya a ser que con tanta pasión se desperdicie… Me metí una de las rayas –de mi parte del botín de los gitanos-, material de primera, que había extendido sobre el mármol de los lavabos corridos mientras ella estuvo de rodillas. Seguía restregándose contra mí, en un abrazo imposible, devastador, manejando su mano sobre mi evidencia. Sentía el glande latente, henchido, independiente, con vida propia. Quería comerse el mundo. Le pasé el tubo de plata. Lo cogió y se agachó para meterse la suya. Me dejó prendado. Hipnotizado. La retuve suavemente, impidiendo que se reincorporase. Los pechos, aplastados contra la tibia superficie pétrea templada con nuestros efluvios, desbordaban su contorno, erectos, divinos, fundiendo el plomo de las tuberías. -Dios, qué culo… -me pareció susurrar, rebasando mis propios pensamientos. Podría haber escrito cien libros. Y no yo, cualquier otro que valiese, pero no serían suficientes para expresar aquello que estaba ante mí y lo que me provocaba. Dios, qué culo… Y qué vulva, expuesta… La liberé, mas la mujer permaneció así, como yo la había sometido con dulzura, contoneándose muy, muy sensualmente. Puse mis manos alrededor de su cintura, que casi la circunvalaban. Y entré en el paraíso, con amor concreto, con suavidad, con devoción de beato, y el paraíso me mostró la Gloria albergándome, preñándome de maná, colmándome de melada. He tenido suerte, sí. Lo reconozco. Fue aquella una buena noche. Una noche gloriosa, para enmarcar en lo más íntimo del pensamiento.

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